Opinión | VERDIALES

Seres desnudos

El miedo a mostrarnos endebles en una sociedad que arroja al vacío de la indiferencia al débil condiciona nuestra cualidad de ser y de estar

Andrea Jiménez, en una escena de la obra de teatro 'Casting Lear'

Andrea Jiménez, en una escena de la obra de teatro 'Casting Lear' / EPE

Andrea Jiménez nació en Madrid en 1987. Estudió Artes Escénicas en la London International School of Performing Arts. En la capital británica fundó, junto con Noemi Rodriguez, la compañía Teatro en Vilo, reconocida con el Premio El Ojo Crítico. Es directora de escena, dramaturga y, a sus 37 años y con una larga trayectoria, original y sólida, provocadora, todavía tiene que lidiar con la etiqueta de autora emergente.

Es curioso cómo somos siempre nosotras, las creadoras, quienes debemos cargar con ese estereotipo que simplificará nuestra obra hasta que llegue el momento de endosarnos otro calificativo, el de maduras y, por tanto, inservibles para el superficial propósito de la industria del entretenimiento. Curioso es, también, cómo son ellos, siempre ellos, los creadores, quienes desde que el mundo es mundo llevan haciéndose pajas, mientras nosotras miramos y aprendemos, a cuenta de enseñoreados escritores como William Shakespeare.

Esta última escena no es mía. La he sacado, precisamente, de la última obra creada, dirigida, interpretada y producida por Andrea Jiménez, Casting Lear, que pudo verse en el Teatro de La Abadía de Madrid entre los días 11 y 28 del pasado mes de abril. La pieza, brillante, espléndida, sin que estos adjetivos sean halagos fáciles y carentes de medida, de esos que hacen crecer la vanidad, es una irreverente adaptación del Rey Lear de Shakespeare en la que ficción y realidad se mezclan sin que eso importe, pues la única verdad está en los ojos del espectador.

Elección

La difícil relación de la autora con su padre, o del personaje que la autora interpreta en la obra con su padre, marcada por el despotismo, es el hilo conductor de una trama que cada noche hará subir al escenario a un actor diferente para dar vida al monarca de Bretaña. El día que yo me encontraba entre el público, el elegido fue Mariano Llorente, quien, en uno de los momentos más dramáticos y de mayor intensidad del texto, cuando el rey Lear se desnuda en el páramo, decidió quedarse en calzoncillos. Escribo decidió porque Andrea Jiménez le dio a elegir, le dijo que podía llegar hasta donde quisiera en función de lo que quisiera mostrar, de cómo quisiera que le vieran los otros, de su noción, en definitiva, de la desnudez.

La pieza me sacudió personalmente, ese cuestionamiento del perdón, de la redención del padre a cambio de la muerte de la vida propia, de la elegida, y me apeló creativamente, pues ejemplifica mi relación con la escritura. Pero, de todas las escenas, con las que reí a carcajadas y lloré simulando haber recuperado el catarro que arrastro desde hace semanas, fue la del desnudo la que seguí rumiando días después.

Las palabras de Andrea encerraban una acertada reflexión sobre la desnudez, un concepto tan subjetivo como la belleza, tan frágil como la intimidad, tan inefable como el amor. Cómo nos vemos y cómo queremos que nos vean. Qué decidimos mostrar y qué ocultamos para evitar sentirnos vulnerables. Es eso, el miedo a manifestarnos endebles en una sociedad que arroja al vacío de la indiferencia al débil, lo que condiciona nuestra cualidad de ser y de estar. Por algo desabrigo es uno de los sinónimos más bonitos de desnudez.

El que se desnuda en público, el que evidencia sus sentimientos a través de la ficción dotándolos de una mayor realidad, ya sea en una obra de teatro o en una novela, corre el riesgo de quedar desamparado, de ser abandonado, por su familia, por sus lectores, por la crítica, especialmente si es una mujer.

Me aferro a esa desnudez y recurro, una vez más, a Annie Ernaux, a sus palabras: “Estoy convencida de que somos el producto de nuestra historia y que esta se encuentra presente en la escritura. Así que cuentan la narración familiar, el medio social de procedencia, las influencias culturales y, por supuesto, la condición derivada del sexo. Tengo una historia de mujer, ¿por qué arte de magia se desvanecería frente a mi mesa de trabajo, dejando sólo a un escritor puro (noción extraña, de hecho, pues más bien creo que al escribir se activan cosas muy negras y complejas)?”.