Opinión | EDITORIAL

Discurso o delito de odio

Apalear a un muñeco que representa a un político es reprobable en todos los casos, pero no por ello es delito

Decenas de personas celebran la entrada del año nuevo en la calle Ferraz, a 1 de enero de 2024, en Madrid (España).

Decenas de personas celebran la entrada del año nuevo en la calle Ferraz, a 1 de enero de 2024, en Madrid (España). / Diego Radamés - Europa Press

La noche de Fin de Año, en una de las ya habituales, pero cada vez más minoritarias y radicalizadas concentraciones frente a la sede del PSOE en la calle de Ferraz en contra de los acuerdos de ese partido con el independentismo, los manifestantes apalearon y colgaron a un muñeco-piñata del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. La acción ha recibido una radical condena por parte del PSOE, que la ha calificado de violencia fascista y ha llegado a afirmar que podía ser constitutiva de un delito de odio. Más tibia, en cambio, ha sido la condena por parte del PP, algo que ha merecido el reproche por parte de los socialistas en lo que ya parece un clásico de la política española, esto es, pedirle al oponente que censure acciones de las que no es responsable. Eso, junto con el hecho de que los aludidos exijan el mismo comportamiento por acciones similares cuando ellos mismos son el objetivo y que no han merecido el mismo reproche por parte de los oponentes, revela la doble vara de medir que algunos dirigentes políticos usan para juzgar este tipo de comportamientos.

La acción protagonizada por un grupo de manifestantes vinculados a la organización juvenil de extrema derecha Revuelta no es un rito de Año Nuevo ni una simple broma, sino que está vinculada a un tipo de protesta muy extendida en los últimos años y que, por mucho que unos y otros se acusen mutuamente, no es patrimonio exclusivo de ningún grupo político. De hecho, no hace tanto que sectores de la izquierda o independentistas simulaban decapitar muñecos de Mariano Rajoy o del Rey, que miembros del movimiento LGTBI en la celebración del Día del Orgullo apaleaban a figuras de Isabel Díaz Ayuso y de Santiago Abascal o que en un pueblo de Sevilla se prendía fuego a un muñeco que representaba a Carles Puigdemont. 

Estas conductas, sin excepción, adolecen de un indudable mal gusto, contribuyen a una peligrosa deshumanización del adversario, pueden fomentar la crispación y, por muy simbólicas que sean, llevan aparejadas una elevada dosis de violencia. Todas estas razones las hacen ser odiosas y por consiguiente reprobables tanto para quienes las ejecutan como para quienes las excusan, justifican o minimizan, como ha hecho por ejemplo el líder de Vox. Sin embargo, no por ello son delito y tampoco se puede considerar que inciten al odio más allá del odio ya existente entre aquellos que las ejercitan. 

Solo en el caso de que esas acciones fuesen acompañadas de llamamientos explícitos a hacer realidad las performances, es decir, a atentar contra la integridad física de personas, sean o no líderes políticos, o incitar a la discriminación de determinados colectivos, serían perseguibles penalmente. Como estableció una sentencia del Supremo en 2017, debe distinguirse penalmente «entre el odio que incita a la comisión de delitos, el odio que siembra la semilla del enfrentamiento y que erosiona los valores esenciales de la convivencia y el odio que se identifica con la animadversión o el resentimiento». Pueden ser reprobados políticamente quienes promuevan y aplaudan cualquiera de estas formas de envilecimiento de la convivencia. Pero no resulta coherente utilizarlas como arma arrojadiza cuando el nivel de tolerancia varía no en función de los hechos, sino en función de quién los realiza.