Opinión | POLÍTICA

Reuniones

La fragmentación del voto es un hecho desde las elecciones europeas de 2014 que, en ausencia de una clara mayoría, ha elevado a un papel protagonista a partidos que antes hacían de comparsas de los dos grandes o que ni siquiera existían

Pedro Sánchez.

Pedro Sánchez. / EFE

La actualidad se ha movido en el segundo semestre del año al compás de un frenesí de encuentros entre líderes, dirigentes, secretos o publicitados, en territorio español o en el extranjero, rodeados de grandes expectativas, y de comparecencias ante la prensa de los interlocutores o sus portavoces, conjuntas o por separado, con representaciones parejas o asimétricas de gobiernos y partidos, según dictaran las circunstancias y la conveniencia de las partes.

En realidad, no debe extrañar que en estos meses se hayan sucedido entrevistas, conversaciones y negociaciones sin parar. La política española no es cosa de dos. La fragmentación del voto es un hecho desde las elecciones europeas de 2014 que, en ausencia de una clara mayoría, ha elevado a un papel protagonista a partidos que antes hacían de comparsas de los dos grandes o que ni siquiera existían. Ahora, la formación del gobierno exige la implicación de tres o más partidos. Por otro lado, es impensable el acontecer diario de la vida política en una democracia sin un diálogo permanente entre los partidos. Cierto es, no obstante, que los políticos y los partidos españoles tienen unas dificultades para hablar entre ellos y hacerlo en público que resultan incomprensibles, o directamente inaceptables, para muchos ciudadanos. Por tanto, tampoco sorprenden las prevenciones que adoptan ante cualquier cita. Con frecuencia, son remilgos infantiles que obedecen al celo con el que procuran defender su posición.

La novedad de las reuniones está en la remisión del Gobierno y los partidos a un tercero que desempeñe la función de mediar entre ellos y verificar lo hablado y, en su caso, lo acordado. Dicha figura ha aparecido en cada contacto bilateral establecida por el Ejecutivo y el PSOE. El acompañante del pacto con Junts ya ha sido presentado y realiza su cometido. El presidente de la Generalitat lo ha mencionado, sin nombrarlo, a propósito de la mesa que será convocada en los próximos meses con la misión de encontrar una solución al «conflicto político de soberanía», la «cuestión de fondo» del problema catalán, que según Aragonés se abordará tras haberse iniciado el trámite parlamentario de la ley de amnistía. Y, siguiendo la pauta, el presidente del Gobierno y el líder de la oposición, presionados por el paso del tiempo y la opinión pública, han acordado poner en manos de la Comisión Europea la renovación del Consejo General del Poder Judicial. 

Que uno acuda al ejecutivo de la Unión para que «medie» y otro para que además «verifique» responde a la retórica que utilizan ambos en el manejo de este asunto y es una diferencia anecdótica. Lo que importa, y mucho, es que por esta senda se alejan todavía más del procedimiento establecido en la Constitución, mientras el Congreso se inhibe y guarda silencio. Pero la aparición estelar de la figura del mediador en la escena española se explica por razones de mayor profundidad política. Por una parte, deja en evidencia la incapacidad de los partidos para desbloquear situaciones que, en ocasiones, como esta, ellos mismos han creado. Y, por otra parte, es una prueba palmaria de la desconfianza que preside sus relaciones. La confianza, parafraseando la feliz expresión del filósofo Gilbert Ryle, es el fantasma que lubrica la maquinaria política. Sin un mínimo de confianza, no cabe esperar lealtad institucional y la vida política se vuelve recelosa y áspera. Y la confianza política hoy en España está bajo mínimos. Alcanza a todos los actores. Los partidos están en la picota y una mayoría de españoles desconfía tanto de Sánchez como de Feijóo. La desconfianza hacia el líder popular está algo más generalizada, pero en particular los votantes socialistas desconfían de Sánchez más que los del PP de Feijóo. 

El mediador no sería necesario si, por encima de todo, hubiera confianza y lealtad entre los partidos. En el último pleno del Congreso quedó demostrado que entre Sánchez y Feijóo no existe ni un ápice. Pero tampoco la hay, lo que resulta más perturbador, entre el líder del PSOE y sus socios de la mayoría parlamentaria que sostiene al Gobierno. La respuesta de Sánchez y Feijóo a las propuestas del otro fue un «no», sin razones ni rodeos. Con los nacionalistas, el Gobierno concede lo necesario para asegurar su continuidad hasta un punto que desconocemos. Por lo demás, han certificado un acuerdo en torno a sus desacuerdos, susceptibles de un acuerdo, siempre que la rueda siga rodando. Y así, los astutos pescadores van ganando en esta legislatura revuelta.