Opinión | DE LA POLÍTICA A LA CALLE
Normalizar lo normal
La sociedad ha envejecido notablemente, lo cual trae consigo unas exigencias particulares y unos límites evidentes.
«Hay que elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es plenamente normal». Estamos en el año 1976 y España se asomaba al futuro, inmersa en lo que se llamaría la Transición. Esas palabras las pronunció Adolfo Suárez en su primer discurso televisado a la Nación. Eran otros tiempos, otras formas y una herencia también distinta. Pero hay reglas que conviene seguir con atención. La normalidad frente al extremismo o frente a la vivencia agónica de la política es una de ellas. La normalidad, a su vez, como llave reformadora de un país que no vive encerrado en sí mismo ni se halla prisionero de sus miedos seculares.
En 1976, el salto de la dictadura a la democracia fue posible gracias a la valentía de unas elites enfrentadas que supieron entender la singularidad del momento histórico y el ansia de europeización de las incipientes clases medias. Medio siglo más tarde, la normalización no responde tanto a los mitos sociológicos e ideológicos del posfranquismo como a los efectos disruptivos de la tecnología y del eclipse demográfico. La sociedad ha envejecido notablemente, lo cual trae consigo unas exigencias particulares y unos límites evidentes: al crecimiento, por ejemplo, medible en varios puntos del PIB y al sesgo presupuestario del gasto público. A su lado, la tecnología lo ha transformado todo, segregando a los ciudadanos según sea la relación que mantienen con la informática e introduciendo también nuevos valores y recursos. De Internet a la Inteligencia Artificial, de los servicios por streaming a la administración electrónica, de las criptomonedas a las corporaciones de comercio electrónico, nuestro vínculo con la realidad ha cambiado radicalmente. Pretender que se puedan atrasar las manecillas del reloj resulta ingenuo.
En efecto, el modo o la forma de comprar, de viajar, de consumir cultura o de estudiar han cambiado. Aquí y en otros lugares. Podemos regular el alquiler turístico –y está bien que lo hagamos–, pero difícilmente lograremos limitarlo a largo plazo. Más que a la prohibición, ello nos invita a reflexionar acerca de la necesidad de un parque público de alquiler. Del mismo modo, los asistentes de Inteligencia Artificial marcarán un antes y un después en la enseñanza de los idiomas, las matemáticas o la programación informática. La libertad, en este sentido, sigue siendo un valor más progresista que la hiperregulación o los frenos burocráticos. Entre los acercamientos top-down y los bottom-up a la realidad, son preferibles de entrada los que van de abajo arriba. En todo caso, siempre habrá tiempo de corregir los errores.
El modelo socialdemócrata de los países escandinavos no se aleja mucho de este planteamiento: fuertes programas sociales unidos a una gran libertad empresarial y laboral. Un estricto control presupuestario garantiza la viabilidad a largo plazo del Estado del bienestar, mientras que el análisis de datos pondera la efectividad de las distintas políticas públicas. A nuestra escala, cada ayuntamiento, cada comunidad autónoma y el gobierno central deberían seguir caminos similares: podar lo inoperante para consolidar lo idóneo, determinar las grandes grietas que fracturan la sociedad y liberar la energía productiva de la iniciativa privada suprimiendo burocracia y liberalizando sectores secuestrados por grupos extractivos. Normalizar lo normal consiste en volver a centrarse en las vigas maestras del progreso de un país, sin limitarlo con obstáculos innecesarios. Nuestro mundo ha cambiado, también deben cambiar nuestras políticas.
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