Opinión | LA RÚBRICA

Muertos de vida

Los poderosos prueban nuestro aguante y las religiones quieren hartarnos de paciencia sufridora

Pedro Sánchez y Yolanda Díaz, durante una rueda de prensa para informar sobre el acuerdo entre PSOE y Sumar para formar Gobierno.

Pedro Sánchez y Yolanda Díaz, durante una rueda de prensa para informar sobre el acuerdo entre PSOE y Sumar para formar Gobierno. / EFE

El hartazgo consiste en aburrirnos con lo que tenemos, cansarnos de aspirar a lo inaccesible y no sentir interés por aquello que está a nuestro alcance. Una persona harta está agotada con lo que posee y agobiada por lo que le falta. Nos hartamos de comer, si el placer gastronómico se transforma en pesadez interior. Estamos hartos de trabajar más, haciendo lo mismo, sin que resplandezca la cuenta corriente.

Harta llamar a las puertas del empleo con un bumerán de currículum que siempre lleva pagado el franqueo de vuelta a su dueño. Nos hartan los otros porque somos unos cuñados para los demás y no nos aguanta nadie. Acabamos hartos de niños y nos volvemos gruñones con los años.

Nos atiborramos de lo que no necesitamos para suspirar por lo que deseamos. Atesoramos lo que echamos de menos y no invertimos lo que tenemos. Nos hartamos de no disfrutar de los ahorros y nos cabreamos por malgastar años acumulados. Estamos tan hartos que el tedio destruye nuestras defensas de rebeldía. Los poderosos prueban nuestro aguante y las religiones quieren hartarnos de paciencia sufridora.

Nos inoculan desazón mientras ellos se comen la salazón. Es normal que, si rebosa nuestro tope de bondad artificial, reivindiquemos una pizca de maldad. «Estoy harta de ser buena», se justificaba Carmen Maura en Mujeres al borde de un ataque de nervios (Almodóvar, 1988) mientras aderezaba con somníferos un tradicional gazpacho.

La única forma de evitar el hartazgo es consumir sólo lo que precisamos. Da igual que hablemos de alimentos, de relaciones personales o de noticias ultraprocesadas. Nos hartamos de estar hartos, como cantaba Serrat en Vagabundear, y terminamos por asquearnos de nosotros mismos. La hinchazón de nuestras respuestas no engaña y acecha el diagnóstico de una irritación crónica.

La hartritis inflama la articulación de la sociedad con las personas y nos convierte en seres rígidos de comportamiento inflamable. La hartroscopia es una técnica, tan poco invasiva como intensiva, que nos permite analizar las grietas de las conductas saturadas que resquebrajan nuestro equilibrio. Nos cuesta mostrar satisfacción, pero en cuestión de expresar empacho somos unos hartistas.

Despreciamos a los que nos tienen hartos porque los consideramos unos muertos de hambre. Pero si las tripas se revolucionan en el vacío de nuestra hambruna particular, podemos fenecer por exceso de voracidad.

Nos morimos de envidia contra los demás, a los que mataríamos si consiguen lo que se nos niega. Morimos de aburrimiento, pero también de excitación. Nos sobresaltamos de pavor mientras debatimos si una película de terror nos da más gusto que susto. El enamoramiento hace que muramos por huesos ajenos. Y morimos de risa si una situación cómica desencaja nuestra mandíbula. Resulta curioso que utilicemos términos fúnebres para indicar topes de vitalidad.

Estamos hartos de morirnos, como si no hubiera un mañana. Nos hartamos de frenesí como si sólo existiera el presente. La nostalgia nos harta de pasado y las ensoñaciones asfixian el futuro.

Cada día que seguimos vivos le damos calabazas a la muerte. Esta planta del género Cucurbita es nuestra calavera hamletiana que nos harta de dudas sobre el ser que no será. Inflamos de glucosa a los niños, para que se diviertan con lo tenebroso, mientras los mayores nos acongojamos con lo tétrico que se aproxima tras un gotero de sedación. Saber que, tras el óbito, sentiremos lo mismo que antes de llegar a este mundo, no sirve de consuelo para los que necesitan hartarse de eternidad.

Los que no se hartan de tener beneficios son los empresarios y banqueros. La derecha que manda marca el terreno a la que quiere gobernar. La patronal quiere ganar más dinero y los conservadores utilizan la bandera de España como decorado de sus intereses. PSOE y Sumar quieren que trabajemos menos y vivamos más con un salario digno. Pero los dueños del cotarro se indignan si no se les permite mantener su privilegiado estatus social. Para ellos las buenas noticias no están en la economía sino en su bolsillo. Los demás, en cambio, vemos en positivo las señales de mejora que afectan a la mayoría. Nuestro país alcanza la cifra récord de trabajadores en toda su historia.

Seguimos hartos de injusticias y desigualdad, pero nunca debemos hartarnos de impulsar un mundo mejor. Frente al desánimo de intentar lo imposible, resulta más productivo trabajar por lo imprescindible. Si nos rendimos, nos espera una vida de muerte. Pero si luchamos, estaremos muertos de vida.