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Encajados, con G

Sabemos el medio ambiente del que venimos, pero desconocemos al que vamos

La ciudad de Rafá  (Franja de Gaza) durante bombardeos israelíes

La ciudad de Rafá (Franja de Gaza) durante bombardeos israelíes / Abed Rahim Khatib/dpa

Los humanos somos los seres más artificiales de la naturaleza. Sabemos el medio ambiente del que venimos, pero desconocemos al que vamos. Nos pasamos la vida encajando las vicisitudes del tiempo por el que transcurrimos, y resulta que somos nosotros los que necesitamos encajarnos en la realidad. Nuestra personalidad se sostiene en un esqueleto de plastilina social que es moldeado permanentemente por todo lo que nos rodea. Nos enseñan a encajar los golpes, pero nadie nos explica cómo bailar sobre la vida. Encajamos los tropiezos, pero nos cuesta más asentar el paso. Nos desencajamos tras una mala experiencia, pero nos cuesta encajar con los demás las buenas noticias. Eso sí, somos capaces de encajar al resto un éxito propio, para que lo sientan como una derrota suya. Cosas de la envidia.

Vivimos más juntos que juncos. Nos interesa ocupar lo ajeno, pero apenas nos esforzamos por integrar lo común de forma flexible. La sociedad se organiza en influyentes e influidos. Los primeros viven del éxito y los segundos de aceptar sus migajas. Acatamos lo que nos imponen y aceptamos que no se cumplan nuestras expectativas.

De esta forma encajamos lo ajeno y enojamos lo propio. Nos hacen creer que fortalecemos la personalidad si nos adaptamos a la realidad que no nos gusta. Pero nos llaman maleables si nos dejamos seducir sin ofrecer resistencia. Nadamos por las calles de nuestro destino, sin hundirnos, gracias a que nuestras habilidades de fajadores hacen de flotadores. Queremos ensartar las piezas de nuestro rompecabezas en el dibujo que nos enseñan desde pequeños, pero no somos capaces de aprovechar las oquedades propias de nuestro puzle original. Las religiones hacen creer que lo mejor es vivir como un ganado. Debe ser para asegurarse de que han ganado si consiguen que no disfrutemos mientras vivimos.

El creyente dúctil es el individuo más inútil. Esa pasividad inoculada se parece a la indefensión aprendida que estudiamos en psicología. Si llegamos a la conclusión de que nuestra respuesta no sirve de nada, la apatía se adueña del comportamiento. Si hablamos de personas, vamos camino de nada hacia la depresión. En grupos amplios lo que detectamos es descrédito, desmovilización e individualismo. La respuesta que más conviene a los poderosos.

El planeta no acaba de encajar con sus habitantes porque los pobladores preferimos que se adapte a nuestros deseos, y no tanto a lo que necesitamos. Hay muchos problemas que no encajan con nuestra humanidad, pero nos cuesta menos cambiar las propias emociones que los estímulos que las provocan. Nos adaptamos a nosotros mismos, no al entorno, y eso nos está desnaturalizando ficticiamente. La inteligencia artificial nos puede ayudar, pero los sentimientos de silicona nos fulminan como especie sapiente.

Hemos crecido con un ruido de fondo tenebroso que nos persigue ancestralmente. La violencia y el poder maridan muy bien con el odio. No hay razones que justifiquen ninguna agresión, aunque haya explicaciones que nos obligan a defendernos para seguir vivos con dignidad. No existe el hambre, pero sí hay hambrientos que mueren por nuestra codicia. No hay guerras, pero sí guerreros que las provocan y alimentan con su negocio.

No hay inmigración masiva, pero sí hombres y mujeres que mueren en las aguas buscando un futuro, que ni siquiera tiene que ser mejor del inexistente.

La brutalidad de los ataques, asesinatos y bombardeos en Gaza, nos recuerda el enquistamiento de una política internacional que no ha sido capaz de tutelar pacíficamente la realidad y convivencia de dos estados. O se impone la ONU o se descompone. La zona está llena de política inflamable que utiliza la misma mecha que ha prendido Putin contra Ucrania. Mientras, los demás asistimos a un partido de tenis entre conflictos que arrastra la mirada cada vez que la noticia vuelca el campo de latitud. Todo ello aderezado por un cambio climático que se utiliza como arma de confusión masiva y enfrentamiento político. Nos preocupa más encajar nuestra identidad contra los demás, que ahormar nuestra especie a su hábitat.

Una vez más nos acostaremos con el suspiro de alivio con el que clamaba Mafalda, tras atender al noticiario: afortunadamente ¡el mundo queda tan lejos! Lo que no sabía la criatura de Quino es que, cada día que nos sentimos más lejos de ese mundo, lo acercamos más a nuestra plácida vida.

De tanto encajar nos hemos convertido en personas encajonadas. Claro que hay algunos que se pasan su vida encajando, con g, la de los demás.