Opinión | DÍA DE LOS DIFUNTOS

Corrales de muertos

Los cementerios son los libros de piedra del pasado, el testimonio de la vida que fue más que de la muerte que en ellos reposa

Cementerio de La Almudena de Madrid

Cementerio de La Almudena de Madrid / DAVID CASTRO

"Corral de muertos entre pobres tapias/ hechas también de barro/ Pobre corral donde la hoz no siega,/ sólo una cruz en el desierto campo señala tu camino…". Así empieza el poema En un cementerio de lugar castellano de Miguel de Unamuno, ese poema que define como muy pocos la concepción que de la muerte tenemos los españoles, que convertimos los cementerios en corrales apartados de la vida general al revés que en otras culturas, donde los muertos conviven con los vivos en jardines por los que los vecinos pasean o toman el sol con normalidad.

Solamente en estos días de noviembre, el mes de los muertos para nosotros, los cementerios cobran vida y se abren a los vivos después de un año entero olvidados por todos, salvo por quienes se encargan de su mantenimiento. Parece como si tuviéramos miedo de la muerte y por eso la cerramos con candados y ocultamos de nuestra vista con altos muros. Si de barro, como al que cantó Unamuno, dándole un aspecto de corrales (“Como un islote en junio,/ te ciñe el mar dorado/ de las espigas que a la brisa ondean…”), si de cemento, de patios de almacén. En cualquier caso, cercados a los que nadie se aproxima mientras puede ni visita excepto por obligación.

Y, sin embargo, los cementerios son algo más que corrales de muertos. Los cementerios son los libros de piedra del pasado, el testimonio de la vida que fue más que de la muerte que en ellos reposa. Por eso, uno no entiende la negación a la que les sometemos normalmente cuando deberían ser parte de nuestra vida, el lugar al que acudiéramos buscando paz y conocimiento de los demás y de nosotros mismos y no solo para recordar a los muertos una vez al año.

Ni siquiera son sitios tristes pese a que lo parezcan (la tristeza está en nuestros ojos, no en lo que ven, como en los espejos) como lo demuestran esos grandes cementerios europeos por los que la gente pasa en su camino de un sitio a otro o se sienta a descansar como si de jardines normales se tratase. Incluso los hay alegres como el de la aldea rumana de Sapantza, convertido en un colorido cómic por artesanos locales que se encargan de escribir y dibujar los epitafios de los muertos a modo de viñetas, por ejemplo: Maldito taxista de Cluj que viniste a matarme aquí ¡Con lo bien que yo vivía!, haciendo de él un lugar turístico, o, sin llegar a tanto, el de Novodedichi, en Moscú, donde reposan sin melancolía ni esperanza los grandes hombres de la Unión Soviética, cada uno de ellos bajo la representación en mármol de lo que les convirtió en héroes para su país: un cohete el constructor de la nave Soyuz, un fusil el del Kalasnikov, un corazón de metacrilato rojo el autor del primer transplante de corazón en Rusia…

De todos modos, puesto a elegir, yo prefiero esos cementerios pobres que hoy rebosarán de flores pero que durante todo el año permanecen solos pese a que sus vecinos saben que terminarán allí. Como el del poema de Fermín Ferrero, escrito para el de Oncala, la aldea soriana de su madre, en un día como éste: “Siempre un frío que pela. En cuanto las sacas/ del bolsillo, las manos se te enganchan/ Venimos cada año al cementerio/ La puerta está cerrada con unas cuerdas/ de paca. Desatamos los nudos/ Mi madre lleva un azadillo y un caldero/ con un poquitín de agua para los ramos/ de crisantemos y de rosa tardías,/ de haberlas. Reza un padrenuestro y se pone/ a cavuchar las tumbas, aporca algo de tierra/ hasta formar una lomilla, destripa/ los pequeños terrones. El frío/ es bueno porque es blanco. No conocí/ a ninguno de mis abuelos. Hay hierbas/ secas, recién cortadas, excepto en las esquinas,/ llenas de pasto y cardos. Han sujetado/ con alambres las flores de plástico, a las cruces,/ a algunas cruces. Faltan letras de los nombres,/ las que tienen. Mi madre deposita/ muy despacio, con mimo, los ramos/ encima de los lomos, como si acostase/ a los abuelos con amor/ A veces caen chispas de aguanieve/ Miramos a poniente, a lo alto. Nos vamos/ Mi madre se persigna. El frío es nuestro”.