Opinión | TRIBUNA

Jews say cease fire now!

Debemos elevar ante Netanyahu y su gobierno nuestro desprecio moral

Un hombre enciende velas en un Memorial del Holocausto a los judíos asesinados de Europa.

Un hombre enciende velas en un Memorial del Holocausto a los judíos asesinados de Europa. / EFE

Los españoles que sabemos algo de España vemos nuestra historia atravesada por sus relaciones con el pueblo judío. Y esto hasta una profundidad abismal. Todavía el escritor Joseph Roth, en la segunda edición de su libro Judíos en la dispersión, de 1936, tras su visita a la URSS, se preguntaba adónde irían los judíos, ya que Stalin era más antisemita que Hitler y los Estados Unidos eran ese Anticristo que poblaba el mundo con falsas imágenes desde Hollywood. Entonces recordó que a España podrían venir pronto porque estaba a punto de cumplirse el herem o censura que el rabino Abrabanel lanzó en 1492. Aunque confesó que no sabía nada de teología, se preguntó si el estallido de la peor guerra civil española tendría algo que ver con el cumplimiento de aquella maldición.

Joseph Roth, una conciencia completamente mundana, estaba atravesado por un espíritu escatológico particular que presentía su muerte junto con la de toda una civilización. En este sentido, a través de la literatura, su figura está dominada por aquel espíritu profético de su pueblo que supo interpretar el destino de Israel como símbolo de la historia del género humano. De esa capacidad da fe no sólo la memoria de su calendario milenaria, sino la voluntad de mantener unidas las generaciones de humanos a través de los milenios y a través de la conciencia de sus hombres más sabios. La última vez que ese destino y esa memoria se cruzaron de una forma tan rotunda como para construir una conciencia moral, capaz de concernir a la humanidad entera, fue en el Holocausto.

Acostumbrados a medir los sucesos históricos según los acontecimientos que tienen que ver con el destino de este pueblo, creo que merece la pena reflexionar sobre lo que en esa conciencia de la humanidad puede representar lo que acontece en Gaza. Pues ciertamente, que un millar largo de ciudadanos israelitas hayan sido pasados a cuchillo en un asalto criminal, cruel y cobarde, de una brutalidad arcaica dictada desde los mugrientos despachos de un ayatolá, testimonia lo que ya sabíamos, la carencia de futuro que tiene un pueblo bajo esos dirigentes. A un teniente general en la reserva del Ejército español le escuché la frase más profunda sobre este conflicto. Que no tendrá fin mientras el odio a Israel sea más fuerte, intenso y poderoso que el amor de los musulmanes al pueblo palestino.

Conocíamos ese desprecio. Lo vimos en Siria, en Irán, en Yemen, por no hablar del ISIS. La cultura islámica es sobria y entrañable en sus clases populares. Laboriosa y humilde, resiste y ordena la vida familiar de forma admirable. Sus buenas gentes son acogedoras y serviciales y mantienen con su fe la disciplina personal y social incluso en medio del sufrimiento. Pero sus elites políticas son las más crueles y desalmadas de las que se tiene memoria. El pueblo palestino se ha convertido en un juguete en sus manos y contaban con las consecuencias de su vil ataque porque sabían que no las sufrirían en sus carnes. Sabían que las miles de muertes palestinas debilitarían al Estado de Israel ante la conciencia del mundo. Y buscan más. Que se confunda el Estado de Israel con el pueblo judío para legitimar su antisemitismo. Esperaban esas consecuencias porque conocen hasta qué punto ahora Israel está en manos de mentes parecidas a las de los oscuros ayatolas. Son enemigos ante su espejo.

Los líderes actuales de Israel no han caído en la trampa. Han caminado por su propio pie hacia esta situación. Y al hacerlo, han forjado una experiencia más de ese destino que une la historia mundial y la del pueblo judío. Con esa experiencia en la mano, el Estado de Israel ya no puede representar la conciencia de la humanidad, ni hablar desde la perspectiva de un Dios que vela por su pueblo. El Estado de Israel se ha degradado a una particularidad más entre los pueblos de la Tierra y una que ya no se puede identificar con una fe y una moral, sino sólo con la confianza en un violento ejército; no con la experiencia profética de dejar de ser una víctima, sino con la evidencia de la racionalizada ira que lleva a producir víctimas puras de forma abstracta y despiadada. Que se haya llegado aquí por la presión del fanatismo religioso sionista, demuestra hasta qué punto se ha preferido abandonar lo que representa el pueblo judío a los ojos de la conciencia moral del mundo, y regresar a un espíritu vengativo y arcaico de destrucción.

Pero cualquiera que mire la historia de los últimos cinco mil años puede comprobar qué ha sido de los poderes imperiales y hasta qué punto quedaron indefensos los que confiaron exclusivamente en una alianza con ellos. El mismo espíritu de Israel no puede ignorar que nadie, tras estos hechos, estará en el futuro libre de pedir piedad y que será otorgada en la medida en que se supo dar. Quien, como es mi caso, ha construido su universo moral y sus percepciones religiosas sobre la idea de Sefarad no puede callar hoy. Debemos elevar ante Netanyahu y su gobierno nuestro desprecio moral. De esa manera nos unimos al clamor del mundo, incluidos esos coros que, inspirados en la sabiduría de una religión milenaria, una y un millón de veces proclaman desde la colina del Capitolio: "Jews say cease fire now!".