Opinión | INVESTIDURA

La contrapartida

Las exigencias de los nacionalistas para apoyar la investidura de Sánchez

Pedro Sánchez . Segunda votación. Sesión de investidura de Alberto Nuñez Feijóo, Partido Popular.

Pedro Sánchez . Segunda votación. Sesión de investidura de Alberto Nuñez Feijóo, Partido Popular. / José Luis Roca

El pasado martes pareció transcurrir en la más absoluta normalidad, sin sorpresas, con el único hecho reseñable de la propuesta real para una nueva investidura. Pero basta un somero repaso de lo acontecido para caer en la cuenta de que ese día fue pródigo en actos y gestos explícitos, de profunda significación política, realizados casi todos de forma deliberada, que manifiestan otros tantos síntomas del funcionamiento irregular de nuestra democracia. A primera hora de la mañana acudió a Zarzuela Pedro Sánchez. Le siguió Feijóo, que poco después compareció ante la prensa. Finalizada la ronda de consultas, el Rey comunicó su propuesta a la presidenta del Congreso. Esta la hizo pública y, a preguntas de los periodistas, anunció que daría tiempo al candidato antes de fijar la fecha de la sesión, dando por supuesto que Pedro Sánchez dispone hasta el 27 de noviembre para ser investido, cuando la Constitución establece el plazo de dos meses desde la primera votación para el trámite de todas las sucesivas investiduras posibles.

El Rey propuso a Pedro Sánchez. En las circunstancias actuales, su propuesta era la única posible y no necesitaba justificación alguna. Pero debió hacerla sin poder hablar previamente con los grupos independentistas, cuyo voto es decisivo y que una vez más no quisieron colaborar con el Rey en la función de arbitrar y moderar el funcionamiento de las instituciones que le atribuye la Constitución. Pedro Sánchez convocó en Moncloa una rueda de prensa, posterior a las de Feijóo y Armengol, en la que se erigió en líder de una mayoría, pero lo cierto es que los nacionalistas lo dejaron solo ante el Rey, al que no pudo llevarle más apoyo seguro que el de su grupo, minoritario en el Congreso.

Mayor relevancia aún tiene el mensaje emitido horas más tarde por Puigdemont, líder de Junts, fuerza integrante de la citada mayoría, en el que califica de represor a Felipe VI y lo pone bocabajo en una foto por el discurso que pronunció el 3 de octubre de 2017, que finalizaba comprometiendo a la Corona con la Constitución y la democracia. El Rey es el símbolo de la unidad y permanencia del Estado español, dice la Constitución, y sorprende por ello que ningún miembro del gobierno, ni de la mayoría parlamentaria que lo acompaña, respetando la libertad de expresión, reaccionara expresando su apego a la Carta Magna ni hiciera el mínimo reproche a este doble desaire, que se repite, al titular de la Corona.

Lo ocurrido el pasado martes no debiera pasarse por alto en las conversaciones que mantiene Pedro Sánchez con el objetivo de lograr su investidura. Los interlocutores dosifican la información y, en consecuencia, las especulaciones se han disparado. Los españoles perciben que la negociación gira, por un lado, en torno a las condiciones y exigencias de los independentistas y, por el otro, en torno a las concesiones que hará el PSOE.

Los independentistas hablan de alcanzar un acuerdo histórico sobre la base de sus principales demandas, amnistía y referéndum, y la izquierda confiesa que se guía por la agenda del reencuentro en pos de la convivencia y la cohesión. Pero, puestos a hacer conjeturas, cabe dudar de que los independentistas busquen la conciliación con el Estado español. Si afortunadamente fuera así, es preciso preguntar qué ofrecen en la negociación a cambio de sus elevadas peticiones. Porque hasta la fecha, nada se ha dicho sobre la contrapartida de los independentistas, aunque toda negociación implique algún tipo de reciprocidad y acabe concretándose en un intercambio, y en particular la actitud que muestran los separatistas catalanes es poco respetuosa con las normas, los actores y las formas de la vida política española.

La otra gran cuestión a discutir es de procedimiento. Pedro Sánchez y los nacionalistas han proclamado reiteradamente que la crisis política abierta por el independentismo catalán debería cerrarse votando. Es fácil presumir que no están pensando en la misma votación. Los independentistas imaginan un referéndum soberano sobre su estatus político y el PSOE propone votar una reforma estatutaria. Junts ha anunciado una votación interna y el PSOE no descarta abrir las urnas para sus afiliados. Pero, si se trata de decidir sobre una amnistía o la constitución de una comunidad autónoma en estado independiente y no de una reforma limitada del estatuto catalán, ¿no deberían votar todos los españoles el acuerdo histórico al que se aspira, de incalculable trascendencia tanto para Cataluña como para España? ¿Por qué no, si, además, los datos electorales demuestran que el resto de los españoles somos más amigos de votar que los catalanes?.