Opinión | EL LÁPIZ DE LA LUNA

Tú, persona grande

Las profesoras de educación infantil deberían tener un monumento, pues les toca educar en una etapa en la que los niños se están descubriendo a sí mismos, a los otros y al mundo, en una etapa en la que no han adquirido la autonomía, con lo que eso conlleva a la hora de dar una clase

Alumnos en el colegio de Bayubas de Arriba, que reabre después de 13 años cerrado. 

Alumnos en el colegio de Bayubas de Arriba, que reabre después de 13 años cerrado.  / ALBA VIGARAY

Empezar el cole es un rollo, sobre todo si tienes tres, cuatro o cinco años. Los niños de seis, siete y en adelante ya tienen llorado ese camino de mocos, tristeza y lágrimas. Pero para los pequeñitos, todo eso es harina de otro costal. Da igual que hayan ido durante sus primeros años de vida a la escuela infantil. El cole impone, a grandes y a pequeños. Yo no trabajo en ese ciclo. Sin embargo, no dejo de decirles a mis compañeras que las profesoras de educación infantil deberían tener un monumento, pues les toca educar en una etapa en la que los niños se están descubriendo a sí mismos, a los otros y al mundo, en una etapa en la que no han adquirido la autonomía, con lo que eso conlleva a la hora de dar una clase.

A veces veo a los pequeñajos de infantil llegar a primera hora entre llantos y peleas por no desasirse del calor de sus padres. Las maestras les hacen carantoñas y poco a poco consiguen que el niño suelte la mano, el hombro o el cuerpo entero de uno de sus padres y entre al colegio, donde durante un rato continúa la pena. En uno de esos momentos fue cuando conocí a un niño con nombre de poeta bohemio. Un niño de cuatro años al que estos primeros días se le están haciendo un poco duros. Con el fin de echarles una mano a mis compañeras, salí a la puerta y le propuse a D dar un paseo por el patio. Él, lloroso y resignado, aceptó. Le propuse dar un paseo porque a mí cuando estoy triste me ayuda caminar, sobre todo, cerca del mar. Así fue como D y yo, de la mano, recorrimos una y otra vez los metros cuadrados del patio.

Cuando D se fue relajando iniciamos una agradable conversación que empezó así: «Tú, persona grande, ¿dónde está ahora tu mamá?» –me preguntó con gesto serio. Le expliqué que mi madre estaba en su casa y que, por la hora, probablemente, desayunando. «¿Y por qué no estás triste?» –continuó. Sinceramente, fue complicado no reírme con ganas y aguantar el tipo, pues no era de recibo que me riese cuando D estaba manteniendo conmigo una conversación muy seria. Como mínimo, yo debía de estar a la altura. «D, yo soy mayor y ya estoy acostumbrada a pasar tiempo sin estar con mi madre, pero entiendo que para ti es difícil. Es normal que te sientas triste». D me miró y concluyó la conversación diciéndome que su mamá estaba en la plaza esperando a que él saliera. Luego, continuamos paseando hasta que sonó el timbre. He pensado mucho en D y en todos los D que hay en todos los coles. De hecho, he pensado mucho en mi niña interior. A este pequeño le daba tranquilidad pensar que su madre estaría cinco horas esperándolo en la puerta del colegio.

Probablemente ese fue el mejor recurso que se les ocurrió a los padres para hacerle esa separación más fácil. En estos primeros días de cole, al ver los pasillos llenos de niños que miden apenas un metro, he reflexionado mucho acerca del estilo de apego con el que se crie un niño. No existe una única forma de vincular con nuestros hijos, según la manera en la que se relacionen los padres –o cuidadores– con los chiquillos, se pueden dar distintos tipos de apego, como: el seguro, el ansioso–ambivalente, el evitativo y el desorganizado. En el apego seguro, el pequeño sabe que puede contar con el adulto y que sus necesidades serán cubiertas. De esta forma, serán críos activos, participativos, independientes y que interactúan con el entorno y con los demás de forma sana.

También nos encontramos con el apego ansioso–ambivalente. Este se da cuando el niño confía en sus cuidadores, pero, a la vez, se siente inseguro con ellos. Es decir, no siempre sienten que los adultos atiendan sus necesidades. Los menores que viven este tipo de situaciones buscan la aprobación de los demás constantemente y vigilan que sus cuidadores no les abandonen. Se convierten así en personitas autosuficientes que no vinculan con su grupo de iguales. En el apego evitativo nos encontramos con peques que, después de periodos de ausencia, tienden a evitar a sus cuidadores, no buscan ni su consuelo ni su contacto, aquí podemos observar cierta indiferencia emocional en estos niños.

Por último, en el apego desorganizado se han dado conductas negligentes por parte de los padres o referentes en relación con el menor. Esto provoca una herida que lleva a los niños a comportamientos explosivos e impulsivos que les impiden tener relaciones sociales sanas. Menuda responsabilidad tenemos con la infancia, ¿no les parece? Los pequeños vienen al mundo porque los adultos lo decidimos. Como mínimo, deberíamos dar la talla, porque es muy fácil dañar y muy difícil reparar. Sean los adultos que hubiesen querido tener cuando eran pequeños. ¡Gracias, D!, por recordarme mi papel en esta aventura llamada vida.