Opinión | EL OBSERVATORIO

Ganar las encuestas, perder las elecciones

El PP está abocado a una reflexión que se ha negado a sí mismo desde que Rajoy perdió el poder y se fue a almorzar hasta la madrugada en un restaurante de mucho besugo y mariscada

Alberto Feijóo en Santiago de Compostela

Alberto Feijóo en Santiago de Compostela / "César Arxina

Ya con un 35% del voto escrutado, el PSOE seguía manteniendo en el recuento una mínima ventaja sobre el PP. Resistía. Nada estaba todavía sentenciado, pero quedaba claro algo: la llamada derogación del sanchismo no era todavía imposible, aunque harto problemática, pero quedaba descartada la aniquilación de Pedro Sánchez. Aunque finalmente el PP y Vox alcanzaran la mayoría absoluta, el presidente del Gobierno en funciones habría sacado unos resultados suficientemente satisfactorios para mantener incólume su liderazgo en el PSOE. Pasaría a la oposición y lucharía ferozmente para desgastar un Gobierno con una mayoría parlamentaria apretada y sin duda conflictiva.

Con un 50% de los resultados escrutados quedó claro que la alta participación electoral -que tampoco batió récords históricos- correspondió a una inesperada implicación de los votantes de izquierda y centroizquierda, y desde tres orígenes: el votante socialista que se había abstenido en los últimos años, disgustado por los tejemanejes con las fuerzas independentistas; antiguos votantes de Podemos y afines, en pos del voto útil, y una parte sustancial de los cientos de miles de ciudadanos que, por su edad, votaban por primera vez en España. Por la parte de la derecha empezó a ser evidente que un elevado porcentaje de votos que acumulaba el PP eran consecuencia de un traspaso directo de voto de Vox.

El destino político de Alberto Núñez Feijóo quedó sentenciado al llegar al 75% de los sufragios. No podrá formar gobierno con Vox. No llegaba ni de lejos. En cambio Sánchez, sumando a los partidos que votaron a favor de su investidura hace casi cuatro años, acariciaba la mayoría absoluta. El PP ganaba las encuestas, pero perdía estrepitosamente las elecciones. Y no es un fracaso fácilmente digerible. Núñez Feijóo había pacificado y reconstituido el partido, había puesto orden e insuflado esperanzas, y finalmente y, abiertas las urnas, había conseguido aumentar su grupo parlamentario en una cuarentena de diputados perfectamente inútiles para recuperar el Ejecutivo. Se enfrentó a un problema estructural: si no tienes posibilidad alguna de conseguir la mayoría absoluta, y si un porcentaje notable de tu crecimiento se lo hurtas a tu único socio, tienes un problema que se ha enfrentado a la gallega: simulando que no existe. 

En los próximos días y semanas se tensarán extraordinariamente las relaciones entre partidos alrededor de una hipotética investidura

Vox no es domesticable. Tolerar sus excesos fascistoides y admitir su ruido antidemocrático como una melodía grotesca a la que cualquiera se puede acostumbrar es un error político, ideológico, electoral.

El PP está abocado a una reflexión que se ha negado a sí mismo desde que Mariano Rajoy perdió el poder y se fue a almorzar hasta la madrugada en un restaurante de mucho besugo y mariscada. Reflexionar sobre lo que debe ser una derecha moderna en España, sobre su modelo político-territorial, sobre su relación con las fuerzas nacionalistas, sobre las guerras culturales perdidas y las ni siquiera planteadas, sobre la negociación en la renovación de organismos como el Tribunal Constitucional o el Consejo del Poder Judicial.

Pero tampoco es verosímil que una exitosa investidura de Sánchez provoque un levantamiento interno en el PP. Básicamente porque no existe recambio. Núñez Feijóo no tiene ninguna experiencia ni talante en dirigir una oposición. Quizás no deje en su escaño el bolso de Cuca Gamarra, sino una nécora ligeramente mustia. Aunque también es improbable. Núñez Feijóo no entiende de metáforas.

Pedro Sánchez.

Pedro Sánchez. / Sánchez

Sánchez lo tiene crudo. Primero sus socios van a aumentar el precio de sus apoyos. Ninguna fuerza independentista en Cataluña y el País Vasco será complaciente con la investidura: tienen elecciones autonómicas en muy poco tiempo y parecer un traidorzuelo que vende el alma de la patria por trenes de cercanías no será rentable. Al PSOE ahora le hará falta -al menos- la abstención de Junts. Será como negociar con la planta de crónicos de un hospital psiquiátrico. En los próximos días y semanas se tensarán extraordinariamente las relaciones entre partidos alrededor de una hipotética investidura. El riesgo de unas nuevas elecciones -probablemente en la segunda semana de enero- es muy elevado.

Realmente, si Junts se niega a abstenerse en la votación, se disolverán las Cámaras. A eso ha conducido el estupendo bibloquismo que todas las mañanas ha hecho gárgaras guerracivilistas para atormentarnos con las consecuencias de la degradación democrática e institucional ya conocidas: será Carles Puigdemont quien, desde su casoplón en Waterloo, decida si se repiten los comicios en esa dictadura que agoniza bajo los Pirineos, España.