Opinión | TIEMPO DE OCIO

Divertirse no es fácil

La hostilidad desactiva toda posibilidad de bajar la guardia, condición necesaria para disfrutar del juego de estar juntos

Unos niños disfrutan de la piscina durante un día de campamento urbano, en Madrid.

Unos niños disfrutan de la piscina durante un día de campamento urbano, en Madrid. / José Luis Roca

Los chicos ya están de vacaciones. Y los afortunados con empleo y ahorros pronto podremos alejarnos también por unos días o semanas de nuestro curro. No obstante, divertirse no es sencillo. Es requisito que acompañe el entorno, que tengamos con quién compartir esa diversión y (lo más difícil) poseer la disposición para tomarnos la vida no demasiado en serio, cualidad de la que la naturaleza, los dioses o quien corresponda no me dotó especialmente. La mayor parte de los días soy una seta. Una seta curiosa que sueña con ser cigarra, con picotear aquí y allá, tener conversaciones apasionantes, bailar mucho, cantar, cocinar, compartir con otros y otras. Y sin embargo… 

Una amiga escribe en un chat de grupo: "Lo mejor es verse e intentar disfrutar". Yo replico: "Propósito impecable, pero… ¿cómo se hace?". ¿Se puede imponer? ¿Se puede forzar uno mismo a gozar? ¿O hay que esperar que el azar esparza unos polvos mágicos sobre nuestras cabecitas para reírnos mucho juntos? A veces una se propone pasarlo fantásticamente, pero no le sale. Le sale ponerse espesa, enzarzarse en discusiones, apoltronarse en una butaca, encontrarse fuera de lugar, ser cansina y encontrar cansinos a los demás. En otras ocasiones es lo contrario, no dabas un duro y lo pasas de fábula.

El verano que empieza podría ser problemático a nivel de diversión. Si de la pandemia salimos como corderas del corral en estampida hacia playas y terrazas, este verano, como no andemos con ojo, podemos acabar a sombrillazos. La temperatura preelectoral sube día a día y el antisanchismo no se corta al expresar sus juicios sin reparar en que otras podemos tener ideas distintas y ninguna gana de enfrentamientos. Pero no quiero hablar de eso. Quiero hablar de si la diversión es algo que ocurre o algo que nos proponemos, si depende del carácter o es aprendido. Quiero explorar cómo sería un cursillo para educarnos en pasarlo bien. ¿Qué lecciones contendría?

A la luz de recientes batacazos, lo primero sería bajar las expectativas: no es entrar en una reunión y besar el santo. Un momento. Me he saltado un paso esencial: acudir a la convocatoria, moverse, salir de casa, arriesgarse a juntarse con otros. No siempre es evidente. A menudo la casa nos atrapa como un imán. Entonces hay que recordar lo que escuché al director teatral Declan Donnellan: salgan a la calle, vayan al teatro, en sus casas no están seguros. Por eso, para disfrutar, mejor hacer que no hacer. Mejor bailar, que mirar desde la barra, mejor presentarse que esperar a ser presentado. Bien. Ya estamos en un cumpleaños, una barbacoa, ¿podemos proponernos divertirnos caiga quien caiga y cumplirlo? Las drogas son un negocio boyante porque muchos sienten pánico ante la pregunta y temen no ser capaces de disfrutar sin un empujón extra. Las drogas me dan entre pena y pereza. Por muy seta que sea, me aferro a la curiosidad y al asombro: este mundo es fascinante, todo ser humano es una caja de sorpresas y donde menos te lo esperes, salta la liebre. O un antisanchista que te amarga el festejo. Pero me estoy yendo por los cerros de Úbeda.

Para mí, diversión y goce tienen que ver con la espontaneidad, con la naturalidad de comportarse como uno es, con autenticidad, desprendiéndonos del barniz de persona solvente que impostamos a diario. Es recuperar en el cuerpo y en el pensamiento algo de la niñez, recurrir a nuestra fantasía, ponerla en contacto con la del otro, pero de manera ligera, sin que ese ejercicio nos aplaste, sin forzarlo. Suelto un chiste, tú otro, ella lo completa con la confesión de una torpeza y todos nos reímos, nos reconocemos y aflojamos.

A veces, no obstante, acudimos a la fiesta con una carga muy pesada. La semana nos fue mal y la fantasía se retrae. Incapaces de soltar amarras, no podemos elevarnos para mezclarnos con la ligereza ajena. No queremos dar, no vemos al otro como niño, sino como prolongación de los muermos que nos habitan y nos cerramos. Lo peor es cuando nuestra pesadez se expande como una mancha de aceite, conecta con la negrura de otro asistente y entre los dos estropeamos la velada ensombreciendo su cielo. Cuando nos damos cuenta, es demasiado tarde.  Algo de eso ocurre cuando la política se interpone entre las personas. Si las opiniones de unos son agresivas, otros nos sentimos juzgados. La hostilidad desactiva toda posibilidad de abandonarnos y bajar la guardia, condición necesaria para ser auténticos y disfrutar del juego de estar juntos. De ahí que, en lo posible, convenga extremar el cariño entre los que piensan distinto. Tomémonos menos en serio a nosotros mismos y más en serio a nuestra diversión.