Opinión | ISRAEL

El regreso de Netanyahu

En la victoria del Likud ha pesado el hartazgo de los electores, el hundimiento del sionismo laico, la desaparición de la izquierda clásica y la fragmentación política

Binyamin Netanyahu tras votar este martes.

Binyamin Netanyahu tras votar este martes. / Reuters

La fragmentación del espacio político israelí ha hecho posible la vuelta al poder de Binyamín Netanyahu con una coalición del conservador Likud formada por partidos de extrema derecha y religiosos, sin que haya influido en los electores el hecho de que el vencedor tenga varios procesos judiciales abiertos por varios casos de corrupción. Ha pesado en la victoria la incapacidad de sus adversarios de consolidar coaliciones fiables y duraderas, el hartazgo de sucesivas elecciones -cinco en tres años y medio-, el hundimiento clamoroso del sionismo laico -el Partido Laborista se mantiene en la Kneset con solo cuatro escaños- y la desaparición de la izquierda clásica encarnada por el Meretz, aderezado todo ello con una crisis económica que resulta asfixiante. 

Resulta significativo el éxito del llamado sionismo religioso o confesional, convertido en un nacionalismo agresivo, partidario de anexionar Cisjordania a Israel y de judaizar a toda máquina el Estado. Unido a los partidos religiosos ortodoxos, será el aliado indispensable para que Netanyahu complete en la Kneset una mayoría de 65 diputados. Al mismo tiempo condicionará el programa de Gobierno del nuevo primer ministro, para asegurarse la lealtad de sus socios, que tienden a la volatilidad y a exigir un cumplimiento puntilloso de lo pactado en el ámbito religioso, educativo y en su negativa a toda forma de conciliación con los palestinos. Las elecciones confirman que la progresión de la extrema derecha sigue su curso, mientras experimenta un retroceso inexorable la oferta laica, liberal y distintiva de las sociedades abiertas. 

Los sondeos dan la victoria a Netanyahu

Agencia ATLAS / Foto: EFE

Pasado el periodo fundacional, archivado el mensaje del sionismo sin adscripción religiosa y respaldada la ortodoxia mosaica por sucesivos gobiernos conservadores, la constante división del abanico parlamentario ha convertido en un crucigrama irresoluble la formación de coaliciones duraderas. Algo que ha dado una gran influencia a partidos como el Shas y similares, que ahora regresan al puente de mando.

Nada de todo esto preocupa demasiado a Netanyahu, un experimentado prestidigitador que suma 15 años al frente de gobiernos de toda condición. Entre otras razones porque ha desaparecido del escenario el sionismo laico que fundó el Estado de Israel. Tampoco le importa que Itamar Ben-Gvir, líder del partido ultra Poder Judío, le exija ocupar la cartera de Defensa o de Interior. Sí precisa, en cambio, preservar una sólida complicidad con sus aliados para lograr una reforma de la justicia que le resguarde de la acción en su contra de los tribunales. 

Tampoco teme Netanyahu la reacción árabe ante una gestión dura del conflicto con los palestinos, al haber establecido relaciones diplomáticas con Marruecos, Emiratos Árabes Unidos, Baréin y Sudán promovidas por Donald Trump en 2020 y con el beneplácito de Arabia Saudí, asegurándose la contención de todos los integrantes de la Liga Árabe. Y no teme en absoluto una posición crítica de Estados Unidos más allá de esporádicas llamadas de atención, ni de la Unión Europea, carente de influencia desde hace décadas en la hipotética resolución del conflicto palestino-israelí, cuya suavización no entra en los cálculos de Netanyahu.  

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