Opinión | A vuelapluma

Hasta los cojones

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso y el presidente del PP, Pablo Casado, en una imagen del pasado mes de enero.

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso y el presidente del PP, Pablo Casado, en una imagen del pasado mes de enero. / EUROPA PRESS / Isabel Infantes

No debe ser un buen síntoma, diría un psicoanalista, llevar en el móvil una nota que se titula ‘Ira’. A la vista del entorno, es posible que no sea el único que anote momentos de reacción nuclear interna. Ahí está esa antología de la ira en que se ha convertido lo del PP. Esta pulsión autodestructiva parece lo más de lo más y que nunca se ha dado tal nivel de odio interno en un partido. Sin embargo, un octubre de 2016 el PSOE estaba en un punto de cocción parecido, en una guerra familiar en la que cayó el secretario general. No hubo tanta pornografía, pero el alcance de la crisis fue (a la espera de cómo evoluciona lo de Ayuso y Casado) incluso de más calado.

Con todo eso, menos de dos años después el caído era (y es) presidente del Gobierno como jefe de ese partido que lo destronó. Este PP que vemos hecho unos zorros ahora no me atrevería a enterrarlo: estructuras con amarres en el pueblo más pequeño y con un suelo social que llega como mínimo a un entresuelo no se desmoronan fácilmente, porque hay una masa dispuesta a dotarlas pronto de credibilidad, al poco que se desperecen y se laven la cara. Ni siquiera me atrevería a enterrar a ninguno de los líderes hoy en guerra encarnizada. Ni al que gane ni al que pierda. Perder o ganar ahora puede que no sea perder ni ganar. Podría dar mi quiniela, pero poco importa. Hay cosas más valiosas.

En ocasiones, un artículo o un libro, a veces solo con el título, te dan el tono de un momento. Incluso lo anticipan. Ana Iris Simón, con la que me cuesta empatizar a menudo (debe de ser distancia generacional), dedicaba hace unos días una columna (El País) a aquel episodio de la despedida con truenos del Consejo de Ministros del que era presidente de la I República allá por 1873. "Estoy hasta los cojones de todos nosotros", dijo Estanislao Figueras antes de tomar la puerta.

Pues eso, que el exabrupto vale para resumir estos tiempos. Que es para estar hasta los cojones cuando te sientas un día (este miércoles, sin ir más lejos) en una sesión parlamentaria y los líderes de los dos grandes partidos se dedican a lanzarse miserias a la cara uno al otro y el más sensato parece el de la ultraderecha, que se presenta como el más cercano a la calle, a los problemas reales, a que se dispare el precio de la gasolina y de la luz y los alquileres estén por las nubes. Y así, mientras los otros se pelean por unos cargos en no sé qué consejo y qué batallas de poder, mientras si poner al vino una etiqueta de nocivo para la salud, a más gente corriente empieza a importar menos el discurso del odio y nacionalista excluyente que el de la extrema derecha enmascara.

Pues eso. Que el momento es para clamar como lo hizo Figueras. Pero no solo de los políticos del sistema. En ese estar "hasta los cojones de todos nosotros" cabemos muchos. Con esa sensación confieso que me he ido bastantes noches a casa. En esa frase cabe un periodismo que piensa más en cifras que en letras y que viraliza antes que intenta entender (explicar sin entender es misión imposible). Cabe una universidad más encerrada en sus normas internas, sus financiaciones y sus promociones que en ser un agente social activo. Caben unos grandes empresarios que un día confirmaron que podían controlar el poder político como forma de preservar sus hojas de beneficios. Cabe una gran masa sin forma que cada día piensa más que para qué va a organizarse y que ya va bien con que no la molesten si puede seguir tirando… (no puedo acabar frase tan triste sin unos puntos suspensivos en los que espero que quepa algo de esperanza). Y cabe uno mismo, claro, uno más de los culpables de complacencia.

Miro mis notas de la ira en el móvil (o lo que sea). La última es de hace siete días: "Sucumbo a expresar algo parecido al amor. Compro un regalo que perfuman para hacerlo más seductor, supongo. Salgo del centro comercial. Aún hay sol. En el abrevadero alimenticio pensado para grupos abundantes que hay camino de casa se amontona un montón de gente ruidosa. Un grupo se arrebola en torno a una chica que lleva un velo rematado con un pene en la cabeza. Mejor pasar rápido y no mirar. En un paso de peatones encuentro una paloma agonizante. La acaba de atropellar un coche o golpear un peatón. Es peor lo segundo. La máquina resta responsabilidad al suceso. Mejor no mirar tampoco. Pienso en el sapo de La Regenta. Hay días que el camino a casa se hace eterno…" (necesito más puntos suspensivos).