Opinión | ANÁLISIS

El falso desconcierto de Europa

La Unión Europea debe entender Asia en toda su amplitud si quiere conservar su fuerza moldeadora e influencia en un orden internacional

La bandera de la Unión Europea ondea en Berlín, en una imagen de archivo.

La bandera de la Unión Europea ondea en Berlín, en una imagen de archivo. / EFE/Rainer Jensen

El mundo no cambia de un día para otro. Que la caída del Muro de Berlín y el derribo de las Torres Gemelas sucedieran en una fecha y hora determinadas no deja de ser un detalle que poco ayuda a comprender los acontecimientos, por mucha estupefacción que produzcan. Desde la retirada de Afganistán, en agosto, y el anuncio del pacto AUKUS (Australia Reino Unido y Estados Unidos), en septiembre, la Unión Europea se presenta desconcertada por lo que entiende como un cambio drástico en la política exterior estadounidense. La realidad es menos dramática, ya que los europeos llevan una larga década recibiendo señales claras de las nuevas prioridades de EEUU y de la transformación profunda del sistema internacional. ­

Como todos los procesos históricos, el orden internacional no se configura ni se desmorona de forma súbita, sino que es resultado de la evolución de determinantes políticos, económicos, militares, tecnológicos y culturales. El cambio presente en la distribución del poder mundial, desde Occidente a Oriente, tiene, sin embargo, una característica única: la velocidad con la que sucede. La salida de la pandemia ha acelerado el gradual giro hacia Asia. Aunque el centro de este giro está en China, no se explica solo por China. Se trata también de un conjunto de países con sistemas políticos que oscilan entre la democracia y la autocracia, que cuentan con una potente demografía, altos niveles educativos y de innovación, un crecimiento del PIB por encima de la media mundial y con capacidades tecnológicas notables. Así, cuando se habla de la emergencia de Asia, hay que mirar a India, Singapur, Indonesia o Vietnam, junto a democracias con economías altamente desarrolladas como Japón y Corea del Sur.

Para la UE es fundamental abordar el escenario asiático en toda su amplitud si quiere conservar su fuerza moldeadora e influencia en un orden internacional que tendrá una impronta asiática incuestionable y, sobre todo, si quiere mantenerse medianamente a salvo de la creciente rivalidad entre China y EEUU.

Lo que muchos definen como “nueva guerra fría” tiene componentes radicalmente distintos al enfrentamiento entre EEUU y la Unión Soviética, pero comparte dos características esenciales: el elemento ideológico subyacente (democracia y sociedades libres, frente a autocracia y sociedades vigiladas), así como la capacidad de arrastre de terceros países. La UE en su conjunto y los Estados miembros de forma individual están ya atrapados en la competición geoestratégica actual. Lo mismo sucede con los vecinos asiáticos de China, que han logrado hasta ahora y a duras penas equilibrar los vínculos de seguridad con Washington y los acuerdos comerciales con Pekín. Sin embargo, cada episodio de la nueva rivalidad global hace más difícil este modus vivendi y los países se verán crecientemente presionados a elegir.

No estamos ante un telón de acero, sino ante el llamado decoupling o desacoplamiento que está dando lugar a la creación de dos sistemas paralelos y diferenciados. El término se refería en un principio a la división de Internet, pero se extiende ahora al diferente desarrollo de tecnologías avanzadas, al sector financiero, la defensa y los alineamientos en las instituciones multilaterales. El resultado que se perfila es un sistema internacional con dos órbitas: la de China y la occidental, con EEUU a la cabeza, pero no solo. El nivel de autonomía que logre Europa en la órbita de Occidente se traducirá en poder en este orden que se encamina hacia una bifurcación inevitable y, quizá, deseable. Es precisamente en este mundo de círculos de influencia donde la UE puede mantenerse como un actor con poder. Para ello, los europeos podrían empezar por preguntarse dónde actuar y con quién hacerlo.

En este retorno de las áreas de influencia la UE tiene que delimitar la suya: el continente europeo, Eurasia, África, Oriente Próximo y el Atlántico. Para contener a China, la UE no necesita irse al Indo-Pacífico. La relevancia global se ganará cada vez más desde la capacidad de influir en la proximidad, algo que los europeos han descuidado en la última década. Al comercio y la ayuda tradicionales, la Unión puede ahora incorporar tecnología y buena financiación. China lo está haciendo ya en muchos países africanos y latinoamericanos, con el objetivo de ampliar su órbita de influencia por todo el mundo en desarrollo.

En un sistema internacional bifurcado y desordenado, los europeos necesitan más que nunca a los otros aliados. Entre ellos están las pequeñas y grandes democracias de Asia-Pacífico, especialmente las organizadas en torno a la Asociación de Naciones del Sureste Asiático, y aliados esenciales como Canadá, en su doble dimensión de país atlántico y pacífico.

La nueva competición global China-EEUU va de la mano de una definición clara de intereses y el alineamiento de políticas e instrumentos para defenderlos. La Unión cuenta con potentes herramientas de política comercial, de ayuda financiera y de cooperación que la convirtieron en un actor relevante en el orden internacional… de ayer. Hoy el revestimiento geopolítico de las dinámicas globales exige una política integrada, orientada por igual a la economía, la política y la seguridad. A los europeos no les valdrá el poder de su mercado o su eficacia reguladora si no cuentan con una aproximación coherente y robusta de política exterior, acompañada de diplomacia y capacidades militares. Es aquí donde la UE tiene que avanzar y tiene que hacerlo ya.