Opinión | OBITUARIO

Ramón Masats, un modo de ser

El gran fotógrafo, fallecido ayer, era un escéptico sobre todas las cosas, excepto en lo que tenía que ver con la fotografía

Ramón Masats, en un fotograma de un documental sobre su figura, 'El ojo irónico'.

Ramón Masats, en un fotograma de un documental sobre su figura, 'El ojo irónico'. / EP

Bastaba verle, su barba, su bigote, los ojos guardados tras unas gafas que parecían desmesuradas, su boca llamando al escepticismo, para saber que Ramón Masats, aquel gran fotógrafo, era un escéptico sobre todas las cosas, excepto en lo que tenía que ver con la fotografía.

Fue el retratista de los sueños literarios del Miguel Delibes de Castilla, de sus paisajes y de sus misterios tranquilos, como hechos de tierra y de llanura, y de Ignacio Aldecoa, de aquel Aldecoa que, desafiando el futuro que negó el boxeo, hizo de este deporte no sólo literatura sino materia para que un hombre como Masats organizara la estética de un libro -Neutral corner- que Lumen convirtió en un emblema de los grandes retratos de este tarraconense que acaba de morir a los 93 años.

Él le dijo a Manuel Morales, que le entrevistó varias veces para El País, que de todo lo que fotografió, y en cierto modo pintó, es decir, fijó para la historia, lo único que le sobró fue un retrato que le hizo a Franco. En aquellos años (aquellos años fueron una multitud de años malos y requetemalos, para el arte y para la vida, de exilio y de penuria) cualquiera caía en esa culpa, que era tan solo el tributo de un artista a vivir aquí.

Masats tenía, a mi parecer, el alma de un anarquista catalán de los que habían sido burlados, en su entusiasmo artístico, en su manera de ser, por la presencia abrumadora de una dictadura. Y ese retrato que repudiaba fue, como tantos antes y después de él, como Salvador Dalí, por ejemplo, víctimas del encargo que no se podía disputar. Pero toda la obra de Masats, todo lo que pintó retratando, expresa la voluntad de hacer de lo que hizo historia de la fotografía. Hizo paisaje, retrato, memoria, hurgó en todas las zonas de la vida para que lo anónimo y lo sobresaliente tuvieran la misma dignidad.

'Medina Sidonia nº 125' (1959)

'Medina Sidonia nº 125' (1959) / RAMÓN MASATS

Lo fui a ver varias veces a su estudio en el Barrio Blanco de Madrid. Ya llevaba bastón, me pareció al principio que por coquetería; hablaba como si estuviera deseando no hablar, y más bien le bastaban sus ojos para explicarte lo que ya había hecho. Por él hablaba la fotografía. De esos ojos me quedé con la cara entera: el pelo blanco, enmarcando la barba, la frente, las gafas haciéndolo parte del paisaje de la casa, hasta que se levantaba y entonces ya era, andando, el hombre cansado que parecía una más de sus fotografías.

Luego hablaba, ronco, hacía memoria. Delibes y Aldecoa eran algunos de sus sujetos favoritos; como ellos dos, sobre todo como el castellano, hizo del escepticismo un modo de contemplar el paisaje, como algo que sólo se entendía cuando veías la última soledad de los pueblos, esa raya en la que el horizonte es un desvanecimiento. Del deporte al que lo acercó Ignacio Aldecoa le importó el lado humano, no aquel en el que la fuerza explica quién gana, o quién acaba en la lona, sino esa zona de estupor que exhiben los que se van a entrematar.

Ese trabajo lo mantuvo al rojo vivo hasta que se cansó. Fue reconocido con el Nacional de Fotografía, sus obras residen en el abrazo del Reina Sofía y en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Tengo que rebuscar mucho en mi memoria para recordar, en su memorable modo de ser esquivo, una sola muestra de egocentrismo. Fotografiaba lo que había delante, lo que le interesaba. No era como aquellos vanidosos que se ven retratados cuando pintan a otros, un autor de su ego. Era un maestro, como le decía José Manuel Caballero Bonald, y en ese sentido, aplicado a la fotografía, un poeta. Hasta lo que retrató de Franco aparecía diluido por la nube, como si el artista estuviera diluyendo al gobernante que más daño le hizo al paisaje animado del país en el que mandó tanto.

Se fue Masats, pues. Su huella es un retrato inteligente, y sensible, del país que vio.