TEATRO

'La fortaleza' de Lucía Carballal: cuando matas a tu padre y pasas de heredar su reino

La guionista y dramaturga estrena una visión contemporánea de ‘El castillo de Lindrabidis’ de Calderón en la que cuestiona la herencia recibida a partir de su propia biografía  

Natalia Huarte, en una escena de 'La fortaleza'.

Natalia Huarte, en una escena de 'La fortaleza'. / SERGIO PARRA

El escenario recuerda a la sala de un museo de arte contemporáneo. Colgada del techo, una escultura geométrica que evoca un castillo. Una instalación que no es sino un altar, el altar final, ese que reconoceremos y admiraremos, ese que después desmantelaremos y reduciremos a un montón de escombros. Ese castillo es el de una mujer joven llamada Lindabridis, hija de un rey que, en su lecho de muerte, le pide a ella y a su hermano que se acerquen, que les quiere hablar, y les dice: “Mi reino será heredado por…”. Pero el rey muere antes de terminar la frase y el hermano le dice a Lindabridis que no entrará en guerra con ella, así que tendrá que buscar un marido que la defienda como heredera. Y Lindabridis emprenderá un viaje en su castillo volador (sí, volador) para buscar a ese marido que encuentra y, aun así, perderá el reino. Pero ese castillo que vemos suspendido sobre el escenario es también el altar construido por otra mujer, 350 años después de Lindabridis, la hija de un arquitecto que, a su muerte, heredará cajas de libros y cientos de planos de los edificios que construyó, cosas que ella y su hermano guardarán en uno de esos containers grandes que hay a las afueras de la ciudad porque “todas estas cosas del pasado ocupan mucho espacio y son pesadas y ningún hijo es capaz de sostenerlas durante mucho tiempo”.

La primera joven es la protagonista de El castillo de Lindabridis, una obra escrita por Calderón de la Barca, dirigida por Ana Zamora, que se representa en la sala grande del Teatro de la Comedia, sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC). La segunda es la directora y dramaturga Lucía Carballal, que dialoga con ese montaje desde la sala pequeña del mismo teatro, la Tirso de Molina, con su obra La fortaleza, en la que convertirá ese castillo volador en un símbolo de la herencia recibida, el legado de un padre arquitecto que también construyó “castillos” en aquella España de bonanza y siglo XX, un padre que también representa el canon, la tradición, ese teatro clásico con el que conversamos y en el que nos buscamos como si siguiera hablando de nosotros, aunque sepamos que no es cierto. En La fortaleza, junto al castillo y los escombros, tres actrices formadas en La Joven de la CNTC, herederas de esa exigencia que convierte un cuerpo en recipiente excelso del patrimonio del Siglo de Oro: Eva Rufo, Mamen Camacho y Natalia Huarte. Las tres darán voz a la biografía de Lucía Carballal y las tres dialogarán también con su propia herencia de pareados, tercetos, cuartetos y redondillas, ese canon que un día abandonaron, cuando se marcharon de la compañía.

El canon es un bodegón al óleo que no sabes dónde poner

Lucía Carballal, guionista de series como Vis a Vis, La edad de la ira o Galgos, dramaturga y directora de piezas como Los pálidos, explica a este diario que aceptó la propuesta del Clásico que dirige Lluis Homar porque creyó “que podía ser una oportunidad para hacer una obra que no disimulara el problema con el material, sino que hiciera de eso el tema, porque la gente, cuando se relaciona con el canon o la tradición, hace esa cosa extraña de hacer como que le interesa mucho lo que en realidad no le interesa, y parte del aura que hay en torno al teatro clásico tiene que ver con esa exigencia de que tenemos que sentirnos completamente interpelados y eso es un símbolo de estatus intelectual, incluso en la profesión”.

Mamen Camacho, en un instante de 'La fortaleza'.

Mamen Camacho, en un instante de 'La fortaleza'. / SERGIO PARRA

Carballal y sus actrices hablan de esta historia de Calderón como si hubieran heredado un bodegón pintado al óleo que miran y piensan “qué valioso, qué suerte tenerlo, pero no sabes dónde ponerlo ni qué uso darle”. La directora decide entonces usar la figura del padre “no sólo en el ámbito familiar, sino en el ámbito institucional” y establece un paralelismo entre dos preguntas que son, en el fondo, la misma: “Qué hacemos con las cosas de nuestros padres o nuestras vidas con ellos y qué hacemos con el patrimonio cultural”. Y ese padre será un padre ausente que hará carrera como arquitecto en Murcia mientras Lucía y su hermano viven con su madre en Madrid, un padre al que verán algún fin de semana, que construirá grandes edificios y estaciones de autobuses, castillos del siglo XX, al fin y al cabo: “Yo tuve un padre que, desde un punto de vista actual sobre la crianza, fue un desastre. Venía de esa generación de la arquitectura del franquismo híperfuncional que, cuando llegan los años 70 y 80, vive ese boom en el que se dignifica la arquitectura. Fueron muy valientes y radicales al olvidarse del pequeño bienestar de cada uno de nosotros y decir: ‘Vamos a pensar en grande, vamos a construir el país que será’. Pero, al mismo tiempo, no fueron especialmente hábiles en relacionarse emocionalmente con su entorno o con sus hijos”.

De ahí que “nacieran grandes figuras muy narcisistas que luego han tenido muchas dificultades para mirar a los siguientes”, dice Carballal sobre esa generación de padres empeñados en construir un país mejor mientras se inhibían de la crianza: “En la obra se dice que esos hijos e hijas son ‘los hijos de los reyes’, pero ¿dónde estaban mientras vosotros erais tan ambiciosos y estabais tan preocupados?”. Estaban, generalmente, con las madres, con esas mujeres que también “se ocuparon de que esas carreras pudieran tener lugar, mujeres que sí habían estudiado, a diferencia de la generación anterior”. La directora y dramaturga avanza que esta obra funciona, de alguna manera, como la introducción de un texto nuevo en el que ya está trabajando y que estrenará en el Centro Dramático Nacional en 2025 sobre “la herencia y la pertenencia en torno a la idea de familia”.

Cuando tu 'padre' es la CNTC

Eva Rufo se incorporó a la Compañía Nacional de Teatro Clásico en 2007, Mamen Camacho en 2009 y tres años después, Natalia Huarte. En La fortaleza, Rufo llevará puesto el vestido con el que interpretó su última obra en la CNTC, El perro de hortelano; Camacho, el de su primer montaje, La moza de cántaro. Pero, además de los vestidos de época, las tres llevan pegada al cuerpo la herencia de ese otro padre que convive con el de Lucía Carballal, ese otro altar que hoy miran, cada una de ellas, de distinta manera y que no todas han reducido a escombros.

Eva Rufo, en 'La fortaleza'.

Eva Rufo, en 'La fortaleza'. / SERGIO PARRA

“Creo la mía es una herida que tiene que ver con emplear mucho esfuerzo para conseguir cumplir unas expectativas que yo veía inmensas, pero que no tenían una dirección clara”, explica a este diario Rufo. “Aquí, cuando entras, te dicen que hay que hablar olímpicamente, sois atletas olímpicas, te dicen. Hay una preocupación lógica por adquirir una técnica que te permita respaldar y defender un patrimonio, pero creo que la juventud no nos posibilitaba tener esa perspectiva, esa distancia, como para darle un sentido a todo el esfuerzo que poníamos en adquirir toda esa técnica”, dice Rufo, que “quería ser la actriz perfecta, pero no sabía para qué”. Sobre esa herencia que aún pervive en su trabajo, explica la actriz que “ahora estoy en fase de desobediencia, pero amorosa. Ya no hay enfado”. ¿Lo hubo? “Sí. Yo no quería oír hablar del Clásico, pero no porque aquí lo pasara mal, sino porque la intensidad y el corsé que yo me ponía era tan cerrado que no me dejaba respirar”.

Mamen Camacho recuerda aquella etapa marcada por “un esfuerzo y una disciplina inmensas, por la responsabilidad de sostener un patrimonio que casi se personificaba en ti”. Explica que es de Villacarrillo, en Jaén, y “cuando me dijeron que había pasado la prueba de selección del Clásico escuché que se valoraba mucho el acento correcto y que, cuando no lo tenías de base, se acusaba más de la cuenta. Y yo dije: nadie va a descubrir que soy andaluza, voy a pisar el primer día la Compañía Nacional de Teatro Clásico y voy a ser de Valladolid. Y, de hecho, nadie lo supo hasta que pasaron dos años, que ya éramos todos amigos, cuando lo dije”. ¿Cómo es su relación ahora con esa memoria? “Mira, yo estoy muy agradecida porque el acercamiento a esos textos me ha permitido desentrañar las palabras con mucho ahínco, casi detectivescamente”.

“Yo no sé si ahora estoy en la rebeldía, no lo sé”, cuenta Natalia Huarte, “pero sí sé que ahora hay cosas que hago sabiendo un poco más lo que deseo y eso igual antes no sucedía. Antes era: ¿me puedes validar, por favor?”. En esta obra, añade la más joven de las tres, “es como si hubiese hecho un pacto con mi figura del abandono: vamos a hacer tú y yo este pacto, me voy a quedar un ratito y luego te voy a abrazar y te voy a decir ya está, hago todo esto, pero yo no voy a heredar tu reino, me voy a ir de aquí”.