MÚSICA

Björk deslumbra con su rompedora utopía ecofeminista en Madrid

La artista islandesa desplegó en el WiZink la magia de 'Cornucopia', un poderoso espectáculo que desborda los límites de la música en directo

Björk, durante su actuación este lunes en Madrid.

Björk, durante su actuación este lunes en Madrid. / Santiago Felipe

Jacobo de Arce

Jacobo de Arce

No es fácil decir en qué consiste un directo de Björk en 2023. Uno nunca llega a saber muy bien qué es lo que está viendo, y más complicado todavía es contarlo después sin recurrir a aproximaciones que intenten explicar lo que quizá sea simplemente inexplicable. Sin embargo, es imposible no sucumbir a un espectáculo audiovisual tan colosal como el que la islandesa desplegó este lunes por la noche en Madrid, 16 años después de su última actuacíón en la capital. Un viaje hipnótico para el que no sirven los viejos paradigmas, porque términos como pop, canción, instrumento, incluso concierto, son puestos en cuestión y reinventados por la artista que más ha hecho por ampliar el espectro de la música popular, si es que lo suyo sigue siendo eso. Ni siquiera le hizo falta generar un calor especial con el público: la magia estaba ya ahí, servida por la propia excepcionalidad del experimento.

Lo que Björk propone en directo es un concepto tan avanzado que, a su lado, las discutidas actuaciones de Rosalía durante la gira de Motomami parecen un concierto viejuno. Porque la parte visual aquí no es un complemento que apoya lo que suena, o que muestra la experiencia que la artista está viviendo, sino una parte del espectáculo y de su aparato filosófico con tanto peso como la propia música. Y por eso ha recurrido a la directora argentina Lucrecia Martel, uno de los nombres más interesantes del cine reciente, para que se ocupe de esa parte de un trabajo que la artista islandesa ha definido como ‘teatro digital’ o como ‘un concierto pop de ciencia ficción’, dos conceptos que dan en la diana a la vez que acaban siendo reduccionistas con lo que allí sucede. Porque lo que se pudo ver en el WiZink fue un espectáculo total que parece venir del futuro. Una apabullante obra de arte de vanguardia cobrando vida ante los ojos de miles de espectadores.

Dos discos para una gira

Cornucopia, que así se llama el show, fue un encago con el que The Shed, el ahora renombrado centro de creacion contemporánea de Nueva York, arrancó su andadura en 2019. La idea inicial era construir un proyecto multimedia, tomando como base su disco Utopia (2017), que fuera un paso más allá de lo que Björk ya había hecho con Biophilia (2011). Y así arrancó en mayo de aquel año con sus conciertos en esa institución y en un puñado de ciudades más. Pero la pandemia se interpuso y la gira no se pudo retomar hasta 2022, cuando la artista ya estaba a punto de lanzar un nuevo disco, Fossora, que ha pasado también a ser la otra pata del espectáculo.

Aunque suenan diferente (Utopia un trabajo más melódico y detallista concebido con un astro de la electrónica como Arca, también cómplice de Rosalía; Fossora más frío e industrial, con las secuencias tecno programadas por el dúo indonesio Gabber Modus Operandi), los dos álbumes comparten filosofía: la denuncia del estado lastimoso del planeta y la esperanza de que podamos salir de este atolladero. Algo que pasa irremediablemente por profundizar en el feminismo, por dejar de cargarnos el medioambiente y también, por supuesto, por el amor. Quizá por eso se proyectan de manera permanente formas orgánicas que remiten a una exhuberante naturaleza inventada, a la creación de vida y a las más abstractas manifestaciones de esta. Martel proyecta esas imágenes sobre unas telas y cortinas de hilos que les dan cuerpo, acentuando la fisicidad de un espectáculo en el que dan ganas de estirar la mano y tocar lo que se está viendo.

Sobre el escenario hay menos gente que en los conciertos iniciales de 2019, porque no es fácil desplazar por todo el mundo a un coro juvenil islandés de 50 miembros como el que la acompañaba entonces. Esa función es desempeñada aquí por las componentes del septeto de flauta Viibra, un conjunto versátil que lo mismo hace el acompañamiento vocal que se convierte en cuerpo de baile o que toca de manera coreografiada su instrumento, el otro gran protagonista musical del espectáculo. Porque hay flautas hasta la extenuación a lo largo de todo el concierto. Otra cosa es que estas estén siendo tocadas realmente, una duda que también puede llegar a surgir con los teclados de Bergur Thorisson, el arpa de Katie Buckley o las percusiones de Manu Delago, que llega a tocar incluso una 'mesa de agua'. Pero qué más da eso a estas alturas, cuando Quevedo sale a actuar solo delante de 25.000 personas y todos los instrumentos y bases empiezan a sonar cuando alguien le da al 'play' entre bambalinas.

Un sonido muy personal

Aunque el concierto arrancó con Family, una canción de un álbum anterior como Vulnicura (2015), enseguida llegaron varios temas de Utopia, el disco que, además de encauzar su discurso ecologista, fue el de la recuperación tras su ruptura con Matthew Barney, su pareja y padre de su hija Isadora. The Gate, Utopia y Arise My Senses, canciones que en su día mostraron su disposición a salir ahí fuera y querer de nuevo, suenan en directo razonablemente melódicas para lo que la artista nos tiene acostumbrados, y con ayuda de las proyecciones de colores cálidos sobre las telas, anoche parecían formar un delicado manto que estuviera envolviendo un espacio tan frío y poco amable como el WiZink.

Fue con Ovula, una canción de sonido más industrial perteneciente a Fossora, cuando la artista dejó claro que, entre tanto visual y tanto sonido 'rarito' que parecían distraer la atención, era ella a quien se había venido a ver, con su imagen proyectada a escala gigante al fondo del escenario y su voz sonando tan poderosa como en sus mejores momentos. Algo que volvería a demostrar unos segundos después, encerrada sola en una cámara de reverberación situada a la derecha del escenario para lucir todos los matices de su voz cantanto sola, sin ningún acompañamiento ni contaminación sonora, Show Me Forgiveness.

Durante todo el concierto se fueron alternando las canciones de ambos álbumes, irrumpiendo a ratos entre ellas alguna de otros discos, pero eligiendo de su repertorio, sobre todo, ese tipo de canción extraña, deconstruida y ruidista, con estribillos inexistentes o escondidos, que se ha convertido en la marca de la casa desde que Björk dejó de hacer lo que todos entendemos por pop a principios de los 2000. En sus conciertos actuales el público apenas canta, porque nadie se puede saber esas canciones difíciles, y así se iban despachando, sin los coros de la audiencia, los tarareos espamódicos de Mycelia, la descarga industrial de Atopos (donde repite insistivamente que "la esperanza es un músculo") o la amtósfera sombría de Victimhood.

Por eso cuando los más avezados reconocieron los acordes de Venus As a Boy, una de esas joyas que hicieron de ella una estrella mundial en los 90, enseguida se lanzaron a cantarla, aunque no fuera fácil hacerlo porque sonaba a una cosa totalmente distinta. Más suerte tuvieron con Isobel, otro de aquellos hits que se han convertido en eternos: aquí sí que estuvo mucho más cerca de la versión original, con las ominpresentes flautas sustituyendo a las cuerdas en los arreglos orquestales concebidos en su día por el gran Eumir Deodato.

Precisamente las flautas, sin más ayuda, dieron lugar a uno de los momentos más emocionantes de la noche. El septeto, con su apariencia angelical, se reúne en el centro del escenario y toca en movimiento Tabula Rasa, rodeando a una Björk que se esconde entre ellas y canta que no dejemos en herencia a nuestros hijos un planeta destruido. Un breve cuento de hadas ecologista. Y un mensaje que más tarde repetirá Greta Thunberg en un video proyectado hacia el final de show. No es el único, porque ya hemos podido leer otro en las pantallas que decía algo parecido. También se han mostrado visuales de lo que podrían ser cromosomas latiendo, de extrañas figuras animales y vegetales, de flores que salen de la boca de une niñe que quiere decir o gritarnos algo. Hasta la vamos a ver a ella, a la jefa de todo esto, rematar el concierto con el vestido de orquídea en floración que le diseñó Iris Van Herpen y animando al público a bailar Notget, en la que dice que "el amor nos mantendrá a salvo de la muerte".

Björk se crió en una comuna hippie y lleva lanzando estos mensajes desde que, todavía adolescente, tenía una banda de punk. Nadie podrá acusarla, por tanto, de haberse apuntado a una moda reciente. Aunque qué más da. Porque a Björk le importa un bledo lo que puedan decir de ella. Siempre ha hecho lo que le ha dado la gana. Disco a disco y gira a gira, la islandesa ha ido cimentando un discurso musical rugoso, complicado, cada vez más filosófico y rompedor. Hace años que una canción suya no suena en una radio comercial y es casi imposible escuchar sus temas recientes en bares o clubes donde hace treinta años se oían canciones como Human Behaviour o Hyperballad.

Pero de pocos músicos se puede decir que sean un género en sí mismos, y ella lo es. La Björk actual es la acumulación de una vida musical que empezó cuando apenas sabía leer y escribir y que ha transitado infinitos estilos que ha deglutido y transformado, del punk al jazz, de la música académica de vanguardia al house, al trip hop o a la música tradicional nórdica. Pero suena inconfundiblemente a ella. A música de Björk. Ese, y no otro, es el patrimomio que ninguno de sus críticos, y son muchos, podrá nunca poner en cuestión.