Opinión | ESPEJO DE PAPEL

Gabo y Tomás Eloy Martínez, “el mejor de todos nosotros”

Tomás Eloy Martínez

Tomás Eloy Martínez / Jordi Morera

Cuando murió Tomás Eloy Martínez, el 31 de enero de 2010, en Buenos Aires, Gabriel García Márquez dijo a unos amigos que velaban desde Cartagena de Indias, Colombia, tan triste noticia: “¿Tomás Eloy? Era el mejor de todos nosotros”.

Bastan unas líneas de cualquiera de los libros de aquel hombre que parecía un actor de Hollywood, tranquilo como un vagabundo rico, para saber, efectivamente, que Gabo tenía razón. Basta cualquier línea, por ejemplo, de Lugar común la muerte, para advertir esa excelencia de Tomás Eloy. Un monumento a la perfección sintáctica, a la alegría de contar, que lo acompañó estrictamente hasta la muerte. Gabo tenía razón.

Ese libro en concreto no es una creación, como sus novelas (entre las ellas las que dedicó al mito de Perón, y sobre todo a la mitología de Evita), sino una recopilación de la mejor antología posible de sus perfiles de personajes. Ahora que el periodismo también tiene el apellido de cultural, he aquí un monumento que debe estar presente en las escuelas y en las redacciones, en las que a la pedantería o a la escritura rápida se le llama periodismo… cultural.

Mientras releía, como un misal del oficio, Lugar común la muerte (editado por vez primera en 1978, disponible en Alfaguara), hice algunas notas al margen. “Los periodistas del universo español (por lo menos) deberían leer de vez en cuando estos relatos para comprobar que hubo periodistas, al menos literarios, mejores que ellos. Y sin duda este Tomás Eloy de Lugar común la muerte es el mejor de todos ellos”.

Esa frase de admiración y de recuerdo la escribí a mano en los márgenes de tan hermoso libro justo en la nota dedicada por Tomás Eloy Martínez al poeta francés Saint-John Perse, al que fue a visitar a la Costa Azul cuando aquel hombre era un hilo de voz al borde del precipicio azul brillante de la muerte. Ahí escribió Tomás Eloy: “El hombre que vi tendido e inmóvil en el dormitorio de la planta baja era un hombre que se apagaba”. Y eso mismo me viene a la memoria cuando recuerdo los últimos días del propio Tomás Eloy, ante un ordenador que ya le obedecía a duras penas. Este hombre no perdió ni entonces la lucidez que iluminó su manera de ser, de la que formaba parte su escritura.

Lo cierto es que ahí está, subrayada esa frase. Igual que habría que resaltar en rojo otros párrafos igualmente nutritivos para la historia estética de la crónica periodística. “En la mitad del cuarto estaba la cama; delante de ella un aparato de televisión y unos pocos libros; a la derecha un estereofónico; a la izquierda algunos dibujos y otra biblioteca; más allá, la enorme ventana por la que entraba el azul plomizo del mar. Creo que en aquel momento comenzó a llover”.

El modo de despedir esa nota, y de despedir al poeta, es memorable. El cronista lleva en su mano un cuaderno, seguramente entonces escribe a lápiz, le da conversación a la compañera del poeta, éste dormita y sueña, y se va apagando cada vez más, y el tucumano que lo visita hace esfuerzos por mantenerlo alerta, no porque lo precisara para que siga fluyendo la entrevista, o al menos la ilusión de seguir teniéndola, y de pronto… “Sé que algo ocurrió entonces en el dormitorio: algún desplazamiento de luz, el fortuito paso de otro velero que se reflejó en la ventana, el té que volvió a verterse en las tazas. No reconozco el orden en que ocurrieron las cosas aquella tarde. Sólo sé que de pronto, como en el interior de un relámpago, vi a Saint-John Perse envuelto en luz sobre la cama, inmóvil, con esa paz perfecta que sólo fluye de las estatuas; vi también su voz levitando sobre la vajilla de porcelana; oí el aliento de una sangre que estaba más viva que la mía. Y sentí que debía callar, que el estrépito de cualquier palabra podía convertirnos en polvo”.

Escrito eso, ¿qué nos queda a los imitadores?

Lo conocí cuando vino a encontrarse con Perón (y con Evita, ya muerta, conservada en cuerpo para el mito), mandado por Javier Pradera, que entonces era editorialista de El País y seguía siendo editor en Alianza Editorial. “Tomás Eloy quiere saber cosas”, me dijo Javier. Las sabía todas, naturalmente, sólo quería conversar con alguien de su oficio, y preguntaba como si estuviera buscando la luz que ya conocía. Elegante, distinguido en su vestimenta y en su voz, parecía un joven reportero que venía a cubrir lo que quedaba de Franco, cuando se pensaba que ya no quedaba nada. Debía ser 1978, el año en que, por cierto, se dio a la estampa Lugar común la muerte, y luego apareció el torrente que supusieron sus sucesivas novelas sobre la mujer de Perón y sobre éste mismo. Él nos contaba cómo vio peinar el pelo muerto de aquella mujer de la que hizo ficción y biografía, lo contaba como cuando reflejaba para la eternidad esa precipitación del poeta francés en el final de la luz, iluminado todavía por aquel plenilunio…

Muchos años después ya volvió a Madrid con su hijo Ezequiel, en un tiempo en que ya se estaba despidiendo de todo esto y también de sus libretas en las que tomó notas que fueron la ayuda fértil para su inolvidable prosa. Ezequiel me contó, después de la noticia de la muerte, que el padre los había llevado a la orilla del mar argentino para que, juntos, dijeran adiós a lo que quedaba del día.

En casa de Gabo, cuando estábamos hablando de Tomás y de lo que nos había dejado, aquel escritor extraordinario que había tenido memoria para cualquier aire de la calle en Aratacaca y en Macondo, ya no tenía memoria de casi nada. Acertó, sin embargo, con el número de teléfono que debía marcar cuando su mujer, Mercedes, le dijo que pidiera hielo para las bebidas de los concurrentes. Cuando ya supo que era Tomás Eloy el que concitaba el cuchicheo triste del atardecer, Gabo levantó la voz y dijo: “¿Tomás Eloy? Era el mejor de todos nosotros”.

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