CICLO EN LA FILMOTECA

La 'generación de la televisión' que revolucionó Hollywood y lo salvó de su primera gran crisis

En los años 50 y 60, a caballo entre el sistema de estudios y el Nuevo Hollywood de Coppola o Scorsese, un grupo de cineastas procedentes de la TV liberó los corsés del cine clásico introduciendo nuevas técnicas y una fuerte carga política. Filmoteca Española dedica un largo ciclo a aquella cosecha que alumbró joyas como 'Bonnie y Clide' o 'Matar a un ruiseñor'.

Faye Dunaway y Warren Beatty, eternos 'Bonnie y Clyde' (1967).

Faye Dunaway y Warren Beatty, eternos 'Bonnie y Clyde' (1967). / ARCHIVO

Andrés y Santiago Rubín de Celis

En 1950 se vendieron más de siete millones de televisores a lo largo y ancho de los Estados Unidos, una cifra difícil de valorar hoy en día sin ponerla en contexto. Pero si precisamos que ese mismo año apenas un veinte por ciento de los hogares norteamericanos tenían uno y que una década más tarde solo uno de cada diez carecía de él, sí que podemos dimensionar el impacto de la llegada de la pequeña pantalla a la vida cotidiana de aquel país.

La televisión cambió el panorama del entretenimiento a lo largo de esa década: la asistencia al cine y las ventas de libros y revistas cayeron drásticamente en favor de una alternativa de ocio que iba abaratándose progresivamente –un televisor costaba alrededor de 500 dólares en 1949 y cinco años más tarde podía comprarse por apenas 200– y, sobre todo, muy cómoda. Su impacto social quedó evidenciado por la decisiva contribución de los debates electorales televisados entre Richard Nixon y John F. Kennedy, considerados como uno de los elementos cruciales en la no tan holgada victoria de JFK en 1960.

Cinematográficamente, su poderío queda capturado con fuerza –y una buena dosis de ironía– en una secuencia inolvidable de Solo el cielo lo sabe (1955), el melodrama de Douglas Sirk, en el que los hijos de una viuda acaudalada interpretada por Jane Wyman le regalan un televisor tratando de distraerla de su relación sentimental con el jardinero (Rock Hudson), no solo de una clase social inferior, sino también mucho más joven que ella. La idea era convertirla en una “patata de sofá”, que fue como despectivamente se denominó a quienes se dejaron seducir por sus hipnóticas ondas, en lugar de permitirle ser una mujer emancipada y sexualmente activa.

Jane Wyman, reflejada en la tele en Solo el cielo lo sabe (1955). Comenzaba el desembarco televisivo.

Jane Wyman, reflejada en la tele en Solo el cielo lo sabe (1955). Comenzaba el desembarco televisivo. / ARCHIVO

Dejando aparte otros cambios profundos, los 50 certificaron un progresivo declive de la industria del cine, que hasta entonces había gozado de un virtual monopolio del negocio del entretenimiento. Frente a los 383 largometrajes producidos en Hollywood en 1950, en 1959 se estrenaron algo menos de la mitad: 187 películas. Las cifras ilustran cómo las majors acusaron el golpe del boom televisivo, hasta el punto de que el sistema de estudios comenzó a tambalearse. Un gran conocedor de la industria, el veterano Howard Hawks, sugirió entonces producir “películas imaginativas que susciten interés” en un público que abandonaba las salas, ya que la televisión estaba dándole rápidamente "la vuelta al marcador”. Si en enero de 1950 había menos de 100 estaciones de televisión en todo el país, a mediados de la década éstas habían crecido hasta las 233 y, en 1960, eran ya 440. Muchos cines llegaban a cerrar sus puertas las noches de los martes debido a que la popularidad del show televisivo de Milton Berle –al que el New York Times señaló en su obituario como “la primera estrella de la historia de la televisión”– era tal que no tenía sentido tratar de competir con ella.

Ante este oscuro panorama, Hollywood depositó su salvación en un relevo generacional. Algo parecido a lo que había sucedido casi tres décadas antes, en los albores del cine sonoro, cuando la llegada de jóvenes directores teatrales de Broadway, acostumbrados a trabajar los diálogos con los actores, retiró a mitos silentes como D.W. Griffith, Fred Niblo o Rex Ingram. Como entonces, la industria volvió su mirada a la costa Este, en la que reclutaría a un puñado de jóvenes talentos televisivos que cambiaron la pequeña por la gran pantalla. Y, así, entre 1955 y 1960, debutarían en el cine Delbert Mann, Martin Ritt, John Frankenheimer, Sidney Lumet, Robert Mulligan, Robert Altman, Arthur Penn o Stuart Rosenberg, entre muchos otros, aunque no pocos de ellos compaginarían ambos medios a lo largo de sus extensas carreras. Y eso solo era el comienzo.

Betsy Blair y Ernst Borgnine en 'Marty', que le dió a este el Oscar al Mejor Actor.

Betsy Blair y Ernst Borgnine en 'Marty', que le dió a este el Oscar al Mejor Actor. / ARCHIVO

EL PROBLEMA DE LAS ETIQUETAS

Como sucede a menudo con las generaciones –y particularmente entre las cinematográficas–, basta profundizar un poco en la llamada generación de la televisión para darse cuenta de que la etiqueta habla más del contexto en el que se produjo ese significativo relevo que de los miembros de la misma en tanto que grupo más o menos autoconsciente y/o cohesionado.

Martin Ritt, por ejemplo, era nada menos que 16 años mayor que John Frankenheimer, pero sus operas primas –Donde la ciudad termina y Un joven extraño respectivamente– se estrenaron ambas en 1957. Sidney Lumet, autor de una de las obras mayores del grupo, la mítica Doce hombres sin piedad, comenzó su carrera profesional, siguiendo los pasos de sus padres, como actor infantil en el teatro yiddish, mientras que George Roy Hill, recordado sobre todo por oscarizados taquillazos como Dos hombres y un destino y El golpe, iba para compositor –estudió con Paul Hindemith en Yale– antes de que la II Guerra Mundial se cruzase en su camino.

Poco tienen que ver el intimismo y la sutileza de Robert Mulligan –de los que su adaptación de Matar a un ruiseñor es un perfecto ejemplo– con la contestación desmitificadora del Arthur Penn de Bonnie y Clyde o Pequeño gran hombre. Como tampoco con el romanticismo costumbrista y algo naíf que Delbert Mann demostraría en un debut tan aclamado como la fundacional Marty, que se hizo con las cuatro principales estatuillas de la Academia en 1955. Y eso dejando de lado debates cinéfilos como si puede considerarse a Sam Peckinpah miembro del grupo o si éste debe ceñirse a realizadores, minimizando la aportación de figuras decisivas como, por ejemplo, los guionistas Paddy Chayefsky o Rod Serling.

Gregory Peck, un inolvidable Atticus Finch, junto a su defendido Tom Robinson (Brock Peters) en 'Matar a un ruiseñor'.

Gregory Peck, un inolvidable Atticus Finch, junto a su defendido Tom Robinson (Brock Peters) en 'Matar a un ruiseñor'. / ARCHIVO

Lo que sí es innegable es que todos ellos plantearon una mirada crítica a la sociedad norteamericana del momento, cargada de inquietudes sociales. Ese posicionamiento les llevó a tratar temas tan sensibles, y poco hollywoodienses hasta entonces, como el cambio de mentalidad y costumbres generacional. Ahí se enmarcaba por ejemplo la radiografía de los problemas de cuatro matrimonios jóvenes en Más fuerte que la vida, o la alternativa contracultural encarnada por Arlo Guthrie en El restaurante de Alicia. También el racismo imperante en la citada Matar a un ruiseñor o en Los lirios del valle, por ejemplo.

Muchas de aquellas películas se enfrentaban con lucidez a la política nacional y sus miserias, con historias como la despiadada competencia de dos compañeros por convertirse en el candidato del partido en las siguientes elecciones presidenciales de El mejor hombre, o la de corrupción y violencia generalizadas de La jauría humana. Y, por supuesto, no quedó fuera el gran fenómeno geopolítico de su tiempo, que fue la Guerra Fría y sus amenazas, con ese póquer de ases que forman Siete Días de Mayo, El mensajero del miedo, Punto Límite y El espía que surgió del frío.

Aquel grupo de directores inquietos también coincidió en proponer fórmulas narrativas que se alejaban de los cánones clásicos. Bastan para ilustrarlo la influencia de la Nouvelle Vague francesa en cintas como Acosado o El prestamista, o la complejidad del relato en El mensajero del miedo o Cuatro confesiones. También adoptaron formas más dinámicas de rodar y una renovada idea del montaje –no en vano se habían formado en el directo multicámara televisivo– del que son paradigmáticas la escena final de Bonnie y Clyde, con su ambicioso y copiadísimo montaje de acciones paralelas, o el gusto de Peckinpah por los baños de sangre sincopados y al ralentí, que llegaban a su máxima expresiónsible no pensar en Grupo salvaje.

Del mismo modo, los cineastas englobados en esta "generación de la televisión" hacen gala de una dirección de actores decididamente empática, inusual hasta la fecha. No es casual que muchos de ellos mantuvieran estrecho contacto con el Actor’s Studio ni que entre sus actores y actrices fetiche se cuenten Paul Newman, Marlon Brando, Eva Marie Saint, Rod Steiger, Jane Fonda, Sidney Poitier, Anne Bancroft, Gene Hackman o Robert Duval. Y, last but not least, no debemos olvidar tampoco que le pusieron la puntilla al Código Hays, acabando con la censura institucionalizada en Hollywood.

EN PANTALLA GRANDE

Entre los meses de enero y mayo, Filmoteca Española está proyectando en el madrileño Cine Doré una ambiciosa retrospectiva temática, tanto por la amplitud del programa como por su duración temporal, dedicada a esta generación que, como señala su director de programación, Carlos Reviriego, “aprendió el oficio en la urgencia y el trabajo continuado, sin descansos entre producción y producción, rompiendo a su modo con el sistema de estudios del cine clásico y abriendo así las puertas a los adalides del Nuevo Hollywood (Spielberg, Coppola, Scorsese, etc.), al tiempo que introducían discursos insólitos” en el cine norteamericano. Una propuesta que, sin duda, merece el aplauso –y la atención– de todo amante del cine.

Anne Bancroft (a la dcha.) y Patty Duke en la versión cinematográfica de 'El milagro de Ana Sullivan'.

Anne Bancroft (a la dcha.) y Patty Duke en la versión cinematográfica de 'El milagro de Ana Sullivan'. / ARCHIVO

Se echa de menos, eso sí, que la retrospectiva cuente con más trabajos realizados para televisión, más allá de un puñado de episodios de dos series tan míticas como conocidísimas: Alfred Hitchcock Presenta y The Twilight Zone. Sí lo hizo en su día, allá por el año 2000, el Festival Internacional de Cine de San Sebastián en su 48 edición, en la que pudieron verse, entre otras, las versiones para la pequeña pantalla de Marty, El milagro de Ana Sullivan o Réquiem por un campeón. Máxime cuando uno de los mayores atractivos del ciclo sería, en la era de Netflix y HBO, poder explorar los orígenes de la hibridación de los discursos cinematográfico y televisivo. Afortunadamente, muchas de ellas se pueden encontrar en YouTube.

John Dos Passos sentenció que “la creación de una visión del mundo es trabajo de una generación más que de un solo individuo, pero cada uno de nosotros, para bien o para mal, añade su propio ladrillo” y eso es exactamente lo que tanto los cineastas citados como otros que han quedado fuera, sin duda menores pero igualmente ilustrativos del cambio que el grupo impuso –de Franklin J. Schaffner a Fielder Cook, pasando por Ralph Nelson o Jack Garfein–, hicieron: sumar fuerzas a dicha transformación, si no de la realidad sí al menos en la forma de verla. Quedémosnos con eso. Y renuncien al menos un par de noches a la comodidad del sofá y el mando a distancia y aprovechen la oportunidad de disfrutar en pantalla grande y rodeados de desconocidos de ese arte que, más allá de filmar la vida, también consigue cambiarla.

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