CRÍTICA
'El niño', de Fernando Aramburu: la herida abierta
Tras poner palabras al dolor comunitario, Fernando Aramburu explora las vidas apostadas en un drama interior en ‘El niño’
Ricardo Baixeras
La frontera entre la ficción teñida de historia y la historia novelada ha sido un terreno fructífero para Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) que en Los peces de la amargura (2006), Años lentos (2012) e Hijos de la fábula (2023) le permitió escorar esas novelas hacia el drama del dolor comunitario de unos años salvajes. Ahora entrega un nuevo libro al que añadir al ciclo Gentes vascas y que narra un acontecimiento brutal, «una tragedia atroz en la vida de numerosas familias»: la muerte de 50 niños y tres adultos tras una explosión de gas en el colegio Marcelino Ugalde en la población de Ortuella en 1980.
La ley de esta novela es la contención narrativa con la que Aramburu ha sabido explorar las vidas apostadas en un drama interior a través de solo tres personajes: Mariaje, la madre de Nuco, el niño que da título al libro; José Miguel, el padre, y Nicasio, un abuelo inolvidable. Ese drama interior pertenece a cada uno de los personajes que lo viven desde un mismo punto de anclaje, el dolor por una pérdida irreparable, pero de un modo un modo distinto. Mariaje sabe que «el dolor taladraría sin descanso» su cerebro y que su «única ocupación diaria consistiría en sufrir». «No podría emprender ninguna actividad, ni tan siquiera la más simple de las simples, porque mi tiempo y mis fuerzas los acapararía por entero el sufrimiento», añade.
José Miguel no quiere ser derrotado por la tristeza y quiere «superar el golpe salvaje que nos había arreado la vida, sin olvidarnos de Nuco, eso no, pero mirando al mismo tiempo hacia el futuro», y para ello insiste en querer tener otro hijo. Nicasio no ceja en su empeño de no querer olvidar al nieto muerto, importándole muy poco que le crean loco.
Lucha contra el olvido
Dos acciones marcan su lucha contra el olvido: lo visita en el cementerio para contarle cómo sigue la vida ahora que está muerto («Nicasio acostumbra subir los jueves al cementerio. ¿Por qué los jueves? Qué más da. Algún día tiene que ser. Un acontecimiento de extraordinaria gravedad ha de interponerse para que él desista de cumplir el rito») y le pide a su hija los muebles de la habitación del niño para reproducirla en su casa casi exactamente tal y como era.
Parece como si Aramburu hubiera querido mostrar hasta qué punto una tragedia como aquella es imposible de ser vivida colectivamente. E incluso de ser escrita sin la presencia explícita de quien narra: de ahí que haya querido incluir 10 fragmentos escritos en cursiva «en los que la novela, si no he entendido mal, pretende glosarse a sí mismo», una suerte de reflexiones metaliterarias en las que la voz del texto se expresa a sí misma y hace ver al lector el andamiaje, las costuras estructurales y las preocupaciones que le asolan: «Soy consciente de operar como soporte narrativo de un infortunio de tales dimensiones que cualquier tentativa de calificarlo resultaría vana» o «determinar qué dosis de ficción o de realidad habrá en mí me deja indiferente».
El niño es un libro anclado en una cálida oralidad narrando el sinsentido de unas vidas que fueron cuarteadas de golpe y henchidas por un vacío imposible de soportar. Decir esto es querer preguntarse de qué modo la muerte de un hijo, para la que no hay vocablo, impone lo incesante y lo que no tiene fin.
'El niño'
Fernando Aramburu
Tusquets
272 páginas
22,50 euros
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