REPORTAJE

Carlos Edmundo de Ory, el poeta con cara de verso libre

Un libro inmenso de Galaxia Gutenberg y un homenaje en el Instituto Cervantes de París celebran la vida de este autor que siempre rompió las costuras solemnes de la literatura

El poeta Carlos Edmundo de Ory, fotografiado en Amiens (Francia) en 1967

El poeta Carlos Edmundo de Ory, fotografiado en Amiens (Francia) en 1967 / Alain Bullot

Juan Cruz

Juan Cruz

Carlos Edmundo de Ory tenía un poder, el del encantador, el del que es capaz de hacer desaparecer las cosas tangibles para disponerlas, como hizo con los poemas, en un lugar inalcanzable para otros. Era eso, un encantador de la bahía, enviado al mundo para atraer de allí, del Cádiz donde nació, la sal que le quemaba en su imaginación marinera. Sus versos valían incluso cuando aún no los había pronunciado. Por eso, en cuanto lo conoció en un café de Madrid, el postista Eduardo Chicharro Briones declaró a los vientos entonces turbios de la capital de la gloria que fue, también, la capital del dolor del Madrid de la posguerra: "Este es un poeta".

Tenía cara de verso libre, pero también le dio a la rima. Hasta en silencio rimaba o, al contrario, rompía las costuras solemnes de la literatura. Haciendo todo eso, y lo contrario, era también un poeta Carlos Edmundo de Ory, de cuyo nacimiento en Cádiz se cumplieron en abril los cien años. Ahora un libro inmenso de Galaxia Gutenberg (Los reinos de allí 1940-2010, preparado por Jaume Pont) y un homenaje en el Instituto Cervantes de París lo atraen a la celebración de su vida y de aniversario tan redondo.

Carlos Edmundo de Ory murió el 12 de noviembre de 2010, en Francia, país y lengua a los que también perteneció. Madrid fue una de sus recaladas más sonoras, pero era de todas partes, como una sombra que también hacía poesía. Era, desde muy chico, una fiesta, de la escritura, del humor, del desatino. Un loco parecía ser, pero era cuerdo (y también transgresor) como las rimas.

El genio de los versos

Escribía, en todas partes, como si llevara adherida a la mano el genio de los versos, y lo hacía en cuadernos tachados, o rotos, y ponía los ojos, igual que escribía, para parecer un sonámbulo siempre despierto. Sus cartas a veces estaban llenas de colores, los de la bandera anarquista, pues por ahí iba la sangre de su corazón desde 1953, al menos, cuando se hartó de este país de monjes, y de monjas, y se fue a vivir a Francia, donde falleció.

De los que le siguieron queda Fernando Arrabal, si acaso, pero como Carlos Edmundo de Ory no hubo sino éste que ahora celebra Galaxia Gutenberg con un volumen de 1.646 páginas que parece, desde ese número, un año o un siglo de poesía y que seguramente él usaría como barco para volver a Cádiz, o para irse a la Luna.

Carlos Edmundo de Ory todo lo aligeraba para que hasta los versos fueran volando

Lo ha preparado con una unción extrema, como si fuera a resucitar al poeta, Jaume Pont, y aunque es grande, enorme, el libro no pesa nada: es de Carlos Edmundo de Ory, el que todo lo aligeraba para que hasta los versos fueran volando. 1.646 páginas de versos resultan ahora como un sueño que Carlos Edmundo de Ory le devuelve a la estantería de sal y de mar en la que nació el 27 de abril de 1923, cerca de donde Rafael Alberti ya jugaba con versos para arropar la orilla.

Carlos Edmundo de Ory tenía, hasta cuando hacía el fuego del verano, unas bufandas largas, multicolores, con las que parecía que volaba. Desde niño volaba, sus versos volaban con él, basta leerlo ahora: aquellos versos que escribía desde que publicó Doblo hablo (1945) ya explicaban qué iba a ser, a quién iba herir escribiendo: a la dama quieta de la poesía, pues había nacido para hacer añicos aquello que fuera norma o quietud, cualquier cosa que no fuera fronteriza con la locura.

Había nacido para hacer añicos aquello que fuera norma o quietud, cualquier cosa que no fuera fronteriza con la locura

Por aquel entonces le pidió casa y cama al que sería ya su amigo, Francisco Nieva. Era para una noche, y allí estuvo, junto con aquel colega del postismo, y de la vida, hasta seis meses, escribiendo, enfurruñado, “poemas que parecían escritos desde las experiencias del LSD”. Decía Nieva, su anfitrión, su admirador, su amigo: “Estaba necesitado de exotismo, sumergido en una Atlántida o algo por el estilo, y era habitante de un país tan desdeñoso que no tuvo la audiencia que mereció”. Una antología hecha por Félix Grande, en 1970, estuvo a punto de naufragar porque ahí De Ory arremetió contra Hitler y celebró el erotismo

Carlos Edmundo de Ory, con Francisco Nieva y Ginés Liébana, en un viaje a Las Hurdes en 1968

Carlos Edmundo de Ory, con Francisco Nieva y Ginés Liébana, en un viaje a Las Hurdes en 1968 / EPE

El desdén fue efectivo, pues no tuvo ni reconocimiento ni otras alegrías, hasta que murió, y entonces el riesgo del olvido se mitigó un tanto. Hasta ahora, cuando Jaume Pont, Galaxia Gutenberg y la historia le han pagado deuda de admiración, gratitud, estanterías, bibliotecas y futuro.

Risa frente a la pedantería

Tenía el poder de los versos, pero también tenía a su favor la capacidad para hacer que la risa arrinconara la habitual pedantería de los cultos: se vestía con ropajes extravagantes porque esa era su manera de permanecer desnudo, vestido en exceso para ser visto de otra manera. Luego se desnudaba: el desnudo era la raíz de su poesía.

A José Manuel Caballero Bonald, que también le quiso tanto, y que era de las mismas aguas gaditanas, le escuché decir que era “obediente y desdeñoso con los solemnes, siempre presto al desacato”, y “autor de una poesía que, como la buena literatura, provenía de la dedicación fervorosa de un visionario”. Caballero Bonald subrayó así su legado, su pasión y su suerte: “Basculó siempre entre la inteligencia y el disparate, entre la anarquía y la inocencia y desafió un tiempo hostil, asfixiado de consignas parabélicas de las que huyó aterrado en 1953”.

José Manuel Caballero Bonald y Carlos Edmundo de Ory, en Segovia

José Manuel Caballero Bonald y Carlos Edmundo de Ory, en Segovia / EPE

Después de la muerte de Carlos Edmundo de Ory decía también su amigo más juvenil, el poeta José Ramón Ripoll, que el gaditano ya en el extrarradio era “una especie de terremoto personal” al que España le negó hasta la sal de los premios, pues tuvo uno y tan solo local…”. Y es que era ingobernable hasta para la lírica, un torbellino vestido de las ropas que nadie más tenía…

Era ingobernable hasta para la lírica, un torbellino vestido de las ropas que nadie más tenía

Cambiaba las cosas de sitio, y eso hizo también con la escritura que lo recibió cuando era un muchacho venido de Cádiz a los fondos quietos de la capital de España, tras la Guerra Civil que dejó el silencio al rojo vivo. Veía algo y te lo distorsionada hasta que tú creías que eso que parecía real nunca existió o que había desaparecido. No necesitaba hablar para subyugarte sobre lo que era imposible y que él hacía tangible. Bastaba con que sonriera, o te hiciera guiños, para cambiarte de sitio en la mesa o, incluso, para sentir que te había desnudado, aunque tú siguieras allí con tu chaqueta puesta.

Dueño de la atmósfera

Todo lo que hacía Carlos Edmundo de Ory era poesía, desde chico. Su padre, un poeta gaditano que fue amigo de Mussolini y devoto de Hitler, por ejemplo, lo retrató a los cuatro años como alguien ya hecho para los versos: “Tú serás poeta,/ poeta preclaro;/ ¡serás… mi obra magna/ y mi mejor lauro!”… Capaz de hacer lo que quisiera con la escritura hablada o escrita, en seguida fue, en Cádiz o en Madrid, el dueño de la atmósfera, una bomba de relojería en los lugares apacibles.

Con sus amigos postistas, el movimiento que parecía fundado para él, entraba al Café Gijón con la chaqueta al revés, con los calcetines como guantes, gateando, con una calavera bajo el brazo… En Tenerife, muchos años después, le quitó los zapatos a este cronista para ponerlos sobre un árbol. Ejecutó la broma como si la vida fuera sonámbula, de modo que nadie supo, ni el periodista descalzo, que aquello hubiera ocurrido. Cuando los zapatos bajaron del árbol él salió a gatas a ponérmelos. Los que hablan de él como de inolvidable añaden que ese modo de ser era también el ámbito, surreal, incendiado, de su poesía.

Carlos Edmundo de Ory con Juan Cruz, en Tenerife, en 1972

Carlos Edmundo de Ory con Juan Cruz, en Tenerife, en 1972 / EPE

Su maestro, y compañero, y a veces su adversario, el postista Eduardo Chicharro, lo vio entrar una vez en el Café Pombo y luego lo retrató con este perfil: “(…) Le descubrí en seguida. Primero vi su figura despistada y fuera de aquel lugar, y cuando me dijeron que se trataba de un poeta asentí y me dije: 'Este es un poeta'. Traté inmediatamente de acercarme a él, y así le atraje a mi órbita y yo entré en la suya. Su mundo era aún muy estrecho, pero lleno de extraordinarias posibilidades; de él emanaba una especie de sed y en él se veían mover a intervalos aguas tranquilas, pero que presagiaban lejanas y pavorosas tempestades”.

Los que hablan de él como de inolvidable añaden que ese modo de ser era también el ámbito de su poesía

Esa tempestad pavorosa también era una instancia iluminada, la que iba del poeta a sus versos, y de los versos al hambre por hacerlos también un vendaval o una comida. Era, se dijo en el homenaje que siguió a su muerte en el Instituto Cervantes de Madrid, “un abanderado de la transgresión, un indignado de su tiempo, que tenía, además, un sacralizado sentido de la poesía”. Eso, que también decía Caballero Bonald, se escuchaba en un momento especial de este país, cuando los indignados parecían haber tomado el poder, y hasta la poesía…

Para que este libro sea cierto hubo una historia que cuenta, desde Lérida, donde vive, Jaume Pont, que ha pasado cuatro años poniendo en orden esta maravilla que incluye versos como estos que encabezan el Soneto me viajo: “Me viajo en mujer no llego nunca/ Olor de una aventura tren sin vía/ Y el pie cansado y la cabeza trunca/ No llego nunca y sigo todavía…”. Pont, poeta, ensayista, profesor, lo conoció en Amiens, lugar de exilio francés de De Ory, en mayo de 1972… José Manuel Blecua, el ilustre catedrático, le había aconsejado que mirara (para su tesina) los versos del gaditano…

Independencia

Fue para dos días y allí estuvo cerca del mes comprobando, en aquella cabaña que era su retiro, el aire afable de Carlos, pero también la naturaleza de su independencia: no le gustaba el sistema mediático, ni el sistema en sí; él creía, cuenta Jaume Pont, que el exilio es el lugar del poeta, “el extranjero es el sitio en el que debe hacerse la poesía”, nada del poder le resultaba interesante. “Contracanónico, como el postismo, era un hombre de firmes convicciones, podría llegar a ser inconveniente, no demasiado convivencial, pero así era: estaba al margen, rechazaba hasta que Joaquín Soler Serrano, que admiraba el postismo, lo fuera a entrevistar para aquel famoso programa. Decía: 'No me interesa', y se acabó”.

Ahora está este libro inmenso. “Su poesía llegará a los jóvenes, pues para ellos parece estar escrita… Él no es maximalista, hace coincidir lo divertido y lo cotidiano con el dolor, y con la risa, y con lo importante o con lo que parece solemne. Es iconoclasta y apátrida, y es, él lo dice, 'rabiosamente hereje'”… Con esos argumentos, y con esa alegría de romper lo que parece hecho de un solo modo y para siempre, dice Jaume Pont, el autor de esta imponente contribución al recuerdo de Carlos Edmundo de Ory, lo adoptaron los novísimos…

Y señala, en la contracubierta de Los reinos de allí, esta frase de Pere Gimferrer, aquel novísimo: “¿Queréis saber qué es la poesía? Uno de los caminos más rápidos es leer a Carlos Edmundo de Ory; otra cosa es que, una vez leído, sepamos atenernos a las consecuencias; a eso no todos se atreven, no todos se atrevieron”. Ahora toca leerlo. El poeta aparecerá, riéndose, abrazándote, detrás de cualquier árbol de los que se manifiestan en este inmenso libro que lo retrata de cuerpo entero.

'Los reinos del allí. Poesía reunida (1940-2010)'

Carlos Edmundo de Ory

Edición a cargo de Jaume Font

1.648 páginas

39 euros