REPORTAJE

La madre de caperucita roja y otros personajes odiosos

A quién no le ha pasado que, leyendo una novela, ha acabado detestando a uno de sus protagonistas

Una escena de la película 'Misery', basada en la novela de Stephen King

Una escena de la película 'Misery', basada en la novela de Stephen King / EPE

Malcolm Otero Barral

Malcolm Otero Barral

A quién no le ha pasado que, leyendo una novela, ha acabado detestando a uno de sus protagonistas. Y no hablamos de villanos, ni siquiera de esos personajes que el autor coloca intencionadamente en el lado oscuro, como Annie Wilkes, la aterradora enfermera y desquiciada admiradora del escritor Paul Sheldon en Misery, de Stephen King.

Más bien, este reportaje pretende indagar en el personaje irritante, odioso, que nos saca de quicio; por tóxico, por pusilánime, por incoherente o por lo nocivo de sus actos sin necesidad de ser intrínsecamente malo.

Es preciso aclarar que la tradición de personajes que desconciertan al lector la encontramos ya en los cuentos populares, como en la madre de Caperucita Roja, que -incomprensiblemente–, envía sin acompañamiento a una niña a un camino en el que sabe con certeza que hay lobos feroces.

En algunos casos, la intención del autor de incomodar al lector es evidente, como en caso de Humbert Humert en Lolita. Nabokov es un maestro en contrariar al lector, como lo hace en la que sea posiblemente su obra maestra Ada o el ardor sobre un amor incestuoso. Pero no siempre la voluntad del escritor es tan transparente.

MARIDOS INCAPACES

Hay en la literatura muchos ejemplos de maridos y padres que nos sacan de nuestras casillas. Un ejemplo claro es Yasha Mazur, el protagonista de El mago de Lublin de Isaac Bashevis Singer. Mujeriego y egoísta, va haciendo estragos en las vidas que toca y, a pesar de la ternura del autor, uno no puede evitar sentir una fuerte irritación hacia el personaje.

Otro, es Sam Pollitt, protagonista de una maravilla literaria que no ocupa el lugar que se merece en el Olimpo de las letras: El hombre que amaba a los niños de Cristina Stead. En esta novela, Sam Pollitt es un padre amoroso de seis hijos que lo adoran y que está sumido en la guerra fría de un matrimonio en descomposición que se adentra en el pozo de la pobreza. Aquí, el padre cariñoso y optimista es también un manipulador de manual que acaba haciendo de sus hijos víctimas colaterales de su destructiva relación matrimonial.

Más reciente es la huida hacia adelante del padre, James Edwin Fenn (Jim), en la aclamada, quizás en exceso, Sukkwan Island de David Vann. Un hombre, atrapado por la sombre sus fracasos vitales y sentimentales, decide venderlo todo e irse con su hijo adolescente a una remota isla en la que vivir en la naturaleza, en un ejercicio de supervivencia. El deseo de empezar una nueva vida va derivando en desazón por la torpeza del padre, que no olvida sus fantasmas, y acaba creando una situación tensa y claustrofóbica en la que el niño es testigo de la pérdida de cordura y lucidez de su progenitor.

Aunque podemos encontrar numerosos ejemplos, como en el personaje de Jana, la esposa infeliz y corrosiva de Mi querido Mijael, de Amos Oz, o en maestras de la literatura familiar como Anne Tyler o Alice Munro, y por poner un ejemplo patrio, tenemos al padre itinerante, actor menor e imitador de Demis Roussos, que desaparece largas temporadas y aparece recurrentemente, jovial, a la vida familiar de Derecho Natural, la estupenda novela de Ignacio Martínez de Pisón.

DESASTRES NATURALES

Otro personaje aborrecible es aquel que pasa por la vida dejándose llevar. Personas desastrosas que son muy agradecidas para las ficciones pero también para nuestra animadversión. Un caso clásico es el personaje principal de Las aventuras de Augie March de Saul Bellow. Callejero pero sin determinación, es el protagonista de innumerables peripecias y golpes de desdicha que, de algún modo, se producen por su propia inacción.

Pero si en esta categoría hay un odioso indiscutible, ese es Ignatius Reilly, sobre el que se construye La conjura de los necios de John Kennedy Toole. Desaliñado, imprudente, onanista, tragaldabas, vanidoso y lenguaraz, Reilly es el ejemplo perfecto de cómo se puede crear una ficción con un protagonista a priori detestable.

PIJOS Y YUPIS

Aunque para los lectores más jóvenes el término yupi pueda resultar un tanto ajeno, hubo una época que se definía así a los ejecutivos exitosos y adinerados. Muy caricaturizado y llevado al paroxismo, está Patrick Bateman, el narcisista enfermizo, cocainómano y macho alfa sin escrúpulos de Wall Street que deviene en un psicópata asesino en American Psyco de Bret Easton Ellis.

Más equilibrado está John Self, el caprichoso, consumista, mujeriego y con un hambre desmedida por el dinero que Martin Amis retrata con humor en su novela Dinero. El antihéroe autodestructivo se deja llevar por todos los excesos posibles: alcohol, pornografía, prostitución, y el lector no puede evitar cierta repulsión por un hombre al que las cosas le van extremadamente bien pero que es un catálogo de vicios y falta de valores.

EL MISÁNTROPO

Si bien hay muchas novelas en las que encontramos personajes huraños o que aborrecen al resto de la humanidad, en pocas se muestran de un modo tan diáfano como en El Dr. Fischer de Ginebra, de Graham Greene. Aquí el inmensamente rico Dr. Fischer tiene el pasatiempo enfermizo de humillar a sus semejantes. Se dedica a organizar fiestas en las que pone a prueba la falta de escrúpulos de sus millonarios invitados, haciéndoles comer (a cambio de obsequios pecuniarios) comida de animales o escondiendo cheques de cantidades desorbitadas, y una bomba, dentro de galletas. Desprecia a sus congéneres y odia a su frágil yerno, que se hunde en una depresión tras la muerte de su mujer en un accidente de esquí.

HOUELLEBECQ, UNA CATEGORÍA EN SÍ MISMO

Enfant terrible y provocador sean probablemente los adjetivos más comunes para definir a Michel Houellebecq. Y dejando a un lado sus opiniones islamófobas y otras perlas polémicas, los personajes de sus novelas son casi la quintaesencia del odioso literario. Nihilistas, adictos al sexo, desagradables, son sus personajes como Bruno, de Las partículas elementales, o Michel de Plataforma. Pero casi en todas sus novelas, más allá de la provocación de su planteamiento, como en Sumisión en la que se planteaba una Francia islamista, sus personajes no buscan nuestra admiración y son una versión deformada, y ojalá mucho peor, de nosotros mismos y nuestras mediocridades.

TODOS ODIOSOS

También se da el caso de novelas en las que ningún personaje es digno de admiración. Ese es el caso de La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe. En el libro hay también un yupi, su amante, un periodista alcohólico ávido de reconocimiento, un reverendo y un fiscal del distrito. Todos se mueven por intereses propios y ninguno se salva de la quema. Un accidente de tráfico acaba despertando lo peor de todos y cada uno de los involucrados.

Por tomar algún ejemplo más reciente, el reciente éxito editorial de Sally Rooney, Conversaciones entre amigos, podría servir de muestra. Ya el punto de partida de que dos veinteañeras se hagan amigas indispensables (y amantes) en la vida de una pareja de éxito cerca de la cuarentena es un poco forzado. Pero la toxicidad que se va creando en las relaciones sentimentales entre los cuatro hace que al final decaiga la empatía por todos ellos. Celos, autoconsciencia psicológica y unos diálogos artificiosos, hacen que -por lo menos para el que suscribe- los personajes sean altamente irritantes y uno pierda el interés por el devenir de los acontecimientos del libro.

En definitiva, los ejemplos son innumerables y las ausencias, infinitas (Alexander Portnoy y otras creaciones de Philip Roth o los personajes de Trainspotting de Irvine Welsh entre las más célebres) y cada uno tendrá su propia colección, pero está claro que no hace falta que un personaje sea Hannibal Lecter para despertar la animosidad del lector. Puede ser un yupi desalmado, un padre amoroso, un erotómano sin freno o la madre de Caperucita Roja.

El lado oscuro de la condición humana

¿Qué interés tendría David Lurie, protagonista de la espléndida Desgracia, de J. M. Coetzee, si fuera un dechado de virtudes? Sus errores recurrentes y debilidades pueden despertar la antipatía del lector, pero, al mismo tiempo, lo humanizan y le otorgan veracidad. Pero, además, si podemos convenir que una de las finalidades de la ficción es provocar sentimientos en el lector, quién se queda impasible ante la crueldad que emana de las páginas de Claus y Lucas, de Agota Kristof.

Lo cierto es que estos personajes, muy frecuentemente al borde del abismo vital, tienen un magnetismo mayor que aquellos que se mueven en la (no nos engañemos) aburrida línea de la rectitud sin vacilaciones morales. Asimismo, estos odiosos personajes sirven, a menudo, como instrumento de reflexión o denuncia. Como muestra, en Queridos niños, la última novela de David Trueba, el personaje de Basilio, cínico e indecente asesor electoral, sirve, en este caso de modo irónico, para poner de manifiesto las bajezas y mediocridades de la política y, de paso, de los electores, esto es, de nosotros mismos.

El inacabable inventario de personajes de dudosa moralidad, sin necesidad de ser villanos, nos obliga a tomar partido, a decidir si nos dejamos fascinar o podemos empatizar con estos personajes que, a menudo, sufren tanto como daño infringen. Incluso en ficciones audiovisuales como la ya clásica serie Los Soprano, quizás por el injustificado romanticismo que rodea a la mafia, el espectador acompaña al protagonista y tiende a estar de su lado, cuando, si lo analizamos con detenimiento, deberíamos estar horrorizados ante sus actos bárbaros y su comportamiento criminal.

Esta figura irritante y plena de imperfecciones es imprescindible como alimento literario, porque sus rugosidades y matices nos sitúan en una posición incómoda y provocan que nos planteemos nuestros propios valores en tanto que los defectos de los personajes (afortunadamente, no en el mismo grado) son nuestros propios defectos.

Porque quizás no seamos los yonquis de Trainspotting, ni el padre desnortado de Sukkwan Island, pero sus flaquezas son universales y todos albergamos el temor de estar alguna vez en el borde del precipicio y en el fondo sabemos que, con todo lo que nos separa, no estamos tan distantes de ellos.

Asimismo, es indiscutible que no podemos evitar sentir cierta devoción por la imperfección. Incluso la novela policiaca ha ido abandonando al héroe por una versión (el antihéroe) menos impoluta y ejemplar. Y es que, por mucho que admiremos a personajes luminosos, hay pocas cosas tan sugestivas como adentrase en el cuarto oscuro de la condición humana.