Opinión | A VUELAPLUMA

El modo avión es la vida de antes

¿Y la duda? La duda siempre vive en modo avión, en el camino hacia la comprensión del otro, hacia un cierto conocimiento. En la certeza sobra soberbia

Un grupo de jóvenes, con sus móviles.

Un grupo de jóvenes, con sus móviles.

Las gotas de lluvia hacen carreras por la ventanilla. Una voz metálica ordena por los altavoces que coloquemos los móviles en "modo vuelo". El vecindario del pasaje está alterado porque el capitán ha dejado a uno del grupo en tierra: lo ha visto fumando mientras esperábamos para entrar en el avión y ha hecho valer su todepoderosa autoridad. 

A la vista de los precedentes, cojo el móvil y cumplo las órdenes. Unas horas de sosiego. Antes siempre estábamos en modo avión, revela una voz sabia. Solos, desconectados, con otros temores. Ahora me debato entre la paz del momento y el miedo del que vendrá. De lo que encontraré cuando vuelva a conectar el aparato en unas horas: mensajes urgentes, correos siempre apremiantes. Estrés preventivo.

En modo avión es estar desconectado pero con los signos vitales activos, con la certeza de que tendrá un final y la incertidumbre de lo que estará sucediendo al otro lado de las nubes. ¿No es eso la vida? Un lapso inexplicable lleno de enigmas, una gran interrogación entre un punto y otro de la línea; solo días, y más días hechos años, largos como sueños, pensando al final que no hiciste lo que deberías haber hecho y perdonándote a continuación porque cualquiera, todos, podemos decir lo mismo llegados a este borde del precipicio.

En modo avión, pensando siempre que no eres uno de los que te rodean, sin cable de conexión con el mundo, con el duelo permanente en el rostro de no encontrarte en ningún sitio. Hay gente que brilla sin esfuerzo y gente que no, por mucho ímpetu que ponga. En feliz modo avión están tantos desde que atisban que serán del segundo grupo, sin perder la capacidad de sonrisa, incluso de alegría. Lo peor son los que se duelen de pasar sin dejar marca.

En modo avión los políticos que asumen su papel de segunda fila, aplaudidores en la bancada de su tribu, los que saben que no pasarán a los libros de historia y que, como mucho, quizá su nombre caiga, como una débil gota de invierno, en una tesis doctoral especializada.

En modo avión los que miramos el mundo desde la barandilla antes que bajar a levantar las manos blancas contra la injusticia, los que contamos antes que actuamos. Y los dóciles, los obedientes, los que tienen grabado a fuego que no pueden salirse de un carril porque otros han puesto su destino en ellos. Y los que esperaban su momento pero hoy tienen la certeza de que este ha pasado, de que ha existido y no lo han disfrutado. En dulce modo avión los conformistas, los que saben que la quietud lleva a algún lugar. 

En modo avión esta sociedad de medios de comunicación que se creen aún poderosos, serios, soberanos e influyentes, y se empapan a su vez del nuevo mundo de las redes y la viralidad, el universo de lo turbio y urgente, del que creen sentirse diferentes en el último aliento de dignidad. En modo avión entre la convulsión sin un destino claro. En tránsito hacia una industria de la información. 

¿Y la duda? La duda siempre vive en modo avión, en el camino hacia la comprensión del otro, hacia un cierto conocimiento. En la certeza sobra soberbia. 

La tregua es la guerra en modo avión, una paz intranquila pero festiva con la esperanza de que no vuelvan a sonar las bombas y los rifles, con el anhelo improbable de que todo cambie. En modo avión toda esa gente normal que busca cualquier medio para evitar que la enrolen en ejércitos, sean los que sean, con el miedo de matar y morir.

En modo avión con la emergencia climática, que parece que ya no urge tanto. Vuelve a ser otro año de récords de devastación, pero electrificar y cambiar hábitos han bajado puestos en la lista de prioridades, sin saber muy bien por qué, más que los intereses coyunturales de una economía regida desde no se sabe qué despacho. Igual el colapso pasó y no nos enteramos. Igual está esperando al conectar el teléfono.

Este tiempo de muros políticos (en España y en cualquier rincón de Europa) no da la impresión de ser un viaje corto en modo avión. Porque mientras en las tribunas parlamentarias se levantan barreras, el dolor real (y la vida) es la última mujer muerta en Sagunt. O la de Carabanchel. El dolor es la niña que se precipitó por un balcón cuando la perseguía el horror.

O la otra menor acuchillada por el tipo que no amó a su madre. El dolor real (y la vida) son los inmigrantes lanzados de una barcaza a la corriente del Estrecho para morir mientras ven tierra cerca, el sueño más caro e imposible. Aquí, en suelo firme, en el Occidente deseado, mandan los faltones, porque lo nuevo (quizá no lo vemos aquí, adormilados en modo avión) es que se proclama el odio desde las instituciones, no desde un púlpito a gritos en una esquina fría. Hoy ya es normal.

Lo nuevo ya no es nuevo: seguimos sin saber cómo actuar. Desconcierto es el concepto de estos años. Conviene asumirlo y no esconder la cabeza, para evitar extremarse en posiciones de defensa o ataque ante los radicales.

La azafata pide que subamos las cortinillas de las ventanas. Todo son nubes al otro lado. Parece que la Luna se abre paso a lo lejos. Enseguida el impacto con el asfalto. El primer signo de este mundo es que los móviles empiezan a vibrar y sonar. La vida. La otra vida.