Opinión | Parece una tontería

Fatalidad, catástrofe, cataclismo

Elegimos la euforia del éxito, pero si se nos niega, nos amoldamos y jugamos a estar profundamente deprimidos y ser fatalistas, después de un disgusto o una mala noticia. Es como si las penas también proporcionasen compañía

Dos personas mayores caminan por la calle.

Dos personas mayores caminan por la calle.

La idea de que el mundo se rompe resulta una de nuestras visiones favoritas. Nos agrada atisbar crisis en el horizonte. Cuando se produce un cambio inesperado, y no a nuestro favor, es casi humano defender que el mundo tal y como lo conocíamos, y como realmente nos gustaba, desaparece. Imposible vivir sin el apego a la exageración. Mi abuela empezó a decir «Me voy a morir» a los cuarenta años, y ya nunca se detuvo. Le cogió el truco a la frase y a la vida. Cuando la oías las primeras veces te sobrecogías, e intentabas hacerle ver –con la mosca detrás de la oreja– que la aguardaba una larga existencia. Con el tiempo, y la costumbre, ya solo le decías «¿Ah, sí?». El año que viene cumplirá 94 años.

Cada vez necesitamos más emociones fuertes para sobrellevar la vida actual. Elegimos la euforia del éxito, pero si se nos niega, nos amoldamos y jugamos a estar profundamente deprimidos y ser fatalistas, después de un disgusto o una mala noticia. Es como si las penas también proporcionasen compañía. En un mundo donde el razonamiento perdió la batalla frente a las emociones, si no estás eufórico, y tampoco vagamente desmoralizado, entonces seguramente estás muerto. Qué hay de malo en distinguir una catástrofe, un cataclismo, tras un plan que no sale como se pretendía. Peor será matar a alguien. El fin del mundo solo es, digamos, una opinión al aire, un gusto personal, quizá un tentempié. Natalia Ginzburg cuenta en 'Léxico familiar' que su madre, en mitad de una tarde aburrida, en la que no sabía qué hacer para entretenerse, a veces se decía «Si por lo menos tuviera una enfermedad bonita».

Cuando a tus esperanzas le cortan las alas en seco, qué menos que dejarse arrastrar por un desánimo artificial, que a veces puede incluso acabar en un «Adiós, mundo cruel». La sobreactuación es un hallazgo imperecedero, que nos empuja fácilmente a creer que, cuando se pierde algo, se pierde todo. Pero ya asistimos demasiadas veces al fin del mundo, y sabemos que a las pocas horas suena el despertador y, por desgracia, hay que levantarse.