Opinión | A PIE DE PÁGINA

Un tiempo resguardado

Las únicas fotos que manejábamos los adolescentes eran las de cantantes o actores que recortábamos cuidadosamente de las revistas para forrar nuestras carpetas. Esa era toda la imaginería personal. Es decir, ninguna

Un tiempo resguardado

Un tiempo resguardado

El otro día tuve una idea sensacional y me descargué la aplicación de la RAI, la radiotelevisión pública italiana. Aunque fui a la escuela italiana de Madrid, la actualidad cultural italiana está poco presente en España y el mosaico de propuestas me era desconocido. Me sentía ante una caja de bombones a cuál más tentador. Ansiosa por empezar, elegí rápido un pódcast por su intrigante título: Due volte che sono morto, las dos veces que me he muerto, de un escritor llamado Paolo Nori. Me zampé los seis episodios de una sentada aprovechando un largo viaje en coche. Cuando concluyó, feliz de haber retornado a mi idioma escolar, pasé rápida a lo siguiente que me sonó bien: Lessico famigliare, de Natalia Ginzburg. Lo había leído en el colegio, pero hace de eso mucho, muchísimo tiempo. 

En esa época no hacíamos fotos. Borrábamos los días con todos sus detalles sin retener nada de lo vivido, saltando de una hora a otra. Nos hacían alguna foto nuestros padres en Navidad, en el cumpleaños, en las vacaciones, poco más. Nosotros, los chicos y chicas, como mucho disponíamos de una cámara Kodak Instamatic que nos habían regalado en la comunión, pero no se nos ocurría llevarla encima porque ni teníamos dinero para el carrete y el revelado ni mucho menos para los caros flashes Magicube imprescindibles para interiores. Digo esto porque de aquel curso en que leímos Lessico famigliare con 12 o 13 años no guardo absolutamente ninguna imagen de mis compañeros ni de nuestra maestra. Y me gustaría. Las únicas fotos que manejábamos los adolescentes eran las de cantantes o actores que recortábamos cuidadosamente de las revistas para forrar nuestras carpetas. Esa era toda la imaginería personal. Es decir, ninguna. 

Para colmo de males, en mi colegio, tan liberal, superada la primaria no se hacían fotos de clase rodeando a la maestra. Lo más próximo que encuentro son las del último curso de primaria, con 10 años, día de carnaval, todos muy formales mirando a cámara, los brazos caídos a lo largo de los trajes de enanito, de cowboy, de enfermera, de bailarina, de diablo, de holandesa, nuestra obligada rigidez de rebaño amaestrado con sus coloridos disfraces apañados en casa. Aquel año estaba muy orgullosa del mío de dama antigua. Lo organizaron entre mi madre y mi abuela con las faldas de la mesa camilla ya inservibles por efecto del brasero. Me chocaba ver sobre mis pies los flecos blancos que antes flotaban en el comedor. No sabía si era bonito o feo aquel vestido, pero la falda era larga, tenía polisón y eso bastaba. 

Ver tu cuerpo cambiar de niña a adolescente en un mundo sin fotografías era otra cosa. Nuestra percepción de nosotras mismas era la que nos devolvía el espejo y la relación con los demás. Si decían qué bonito corte de pelo o qué bien te sienta esa falda o qué chulas las botas. O se callaban. 

Con quien nos comparábamos era con otras chicas. A quien queríamos imitar o parecernos era a personas cercanas que veíamos con nuestros propios ojos: nuestras pares, sus hermanas mayores, las vecinas... Las observabas desde el autobús yendo a clase, en el patio del cole, en las escaleras mecánicas de los grandes almacenes... Más guapas, más feas, más originales, más convencionales, más altas, más bajas, eran variantes de ti misma que admirabas o rechazabas, pero reales, al alcance de tu mano, bajo la misma luz.

Las imágenes tenías que ir a buscarlas a la tele, al cine. Ver a tus ídolos era ocasional. Nada se podía grabar ni retener. Las revistas contenían fotos que a veces recortábamos, pero su presencia en nuestro día a día era puntual y selectiva, no omnipresente e impuesta como hoy. Hoy es distinto. Nuestro espejo no son las mujeres que nos rodean. Son cientos de impactos prefabricados de una perfección estudiada muy alejada de la realidad. Nos comparamos con cuerpos y rostros excepcionales que nos ametrallan desde ese espejito mágico que siempre llevamos encima, el móvil. Nosotros también hemos tenido que aprender a posar, a desdoblarnos en otros. Pese al esfuerzo, siempre salimos perdiendo.

Como mis hijas mañana, me gustaría disponer de fotos de mi pandilla. Pero también me pregunto si no será mejor así, con nuestros rostros, nuestros gestos y miradas, nuestros cuerpos de preadolescentes desvanecidos, ligeros, inalcanzables en la memoria de la memoria.