Opinión | ANÁLISIS

Medio siglo de la Escuela de Chicago

La respuesta a la crisis sanitaria de 2020 ha sido más keynesiana que ortodoxa, y su carga ha resultado mucho más liviana

Québec como modelo

El complejo retorno de las políticas industriales

El dictador chileno Augusto Pinochet en 1973.

El dictador chileno Augusto Pinochet en 1973. / ARCHIVO

Se ha conmemorado con solemnidad el quincuagésimo aniversario del golpe de Estado del general Pinochet, que, con la acreditada aquiescencia y vital cooperación de los Estados Unidos, destruyó la democracia chilena y desencadenó el suicidio del presidente Salvador Allende, figura ya legendaria del progresismo global. Pero poco se ha comentado de otro aniversario vinculado a este: hace también cincuenta años de que la Escuela de Chicago, la corriente ultraliberal encabezada por Milton Friedman, tomara el país sudamericano como campo de pruebas, de la mano del dictador Pinochet. El ascendiente de la Escuela de Chicago duraría hasta la gran crisis financiera en septiembre de 2008, cuando se produjo el colapso de Lehman Brothers.

Friedman pensaba que había que someterse al mercado, el gran instrumento de asignación de recursos, y eludir la intervención pública; para aquel reaccionario economista, que recibió el Nobel de 1976, la inflación era la patología más preocupante, y había de ser corregida reduciendo la oferta de dinero incrementando los tipos de interés y manteniendo el equilibrio presupuestario, aun a costa del bienestar general. Aquellas tesis fueron asumidas en los 80 por el mundo anglosajón, con Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido. Mediante el llamado consenso de Washington, se extendieron a todo el orbe a través del FMI, cuyas ayudas quedaron supeditadas a la adopción de medidas de austeridad que se traducían en hambre y desolación. Frente a Friedmann, Keynes ideó las políticas anticíclicas, en las que el sector público invertía para combatir la depresión económica y cebar la bomba de la inversión privada, al tiempo que se disciplinaba el gasto público y se liberaban los mercados mediante la desregulación y la liberalización comercial.

Friedman —digámoslo claro— fracasó en Chile. Transformó un sistema de pensiones público de reparto (semejante al español, para entendernos) en otro de capitalización, en que cada futuro pensionista había de nutrir su cuenta durante la vida laboral, que resultó ruinoso. Es solo un ejemplo del naufragio generado bajo el manto amenazador de la dictadura. Las teorías que manejaban aquellos iluminados ultraliberales presuponían la existencia de un “actor racional” que siempre actuaba de forma línea en su máximo beneficio, pero la moderna economía del comportamiento —que introduce conocimientos más modernos de psicología— ha demostrado que el actor racional es una quimera. Más bien, los actores económicos tomamos las decisiones basándonos en una “racionalidad limitada” que incluye en las ecuaciones valores sociales e intangibles éticos. Los supuestos centrales del neoliberalismo no guardan relación con el mundo real.

La respuesta a la crisis sanitaria de 2020 ha sido más keynesiana que ortodoxa, y su carga ha resultado mucho más liviana. La caída de la economía se ha contrarrestado con grandes inyecciones de recursos que han mantenido vivas las empresas y han sostenido a las sociedades, que han sido socialmente preservadas, al contrario de lo que ocurrió en 2008. Todavía persisten posiciones antiguas —la innecesaria apuesta de los Bancos centrales por elevar el precio del dinero—, pero Friedman es ya un cadáver, que acompaña en su tumba a Pinochet y sus secuaces.