Opinión | EL OBSERVATORIO

Jacinda Ardern, un espejo en el que mirarse

No se puede condenar a un colectivo por lo que hace un asesino, aunque este diga que actúa en su nombre, de la misma forma que no se puede poner a todos los políticos en el mismo lugar

La primera ministra neozelandesa, Jacinda Ardern.

La primera ministra neozelandesa, Jacinda Ardern.

Hace unos días, Jacinda Ardern, la primera ministra de Nueva Zelanda, anunciaba "por sorpresa" que no optaría a la reelección, en uno de los ejercicios más sinceros y honestos que se recuerdan en política. "Me voy, porque con un papel tan privilegiado viene la responsabilidad, ya no tengo suficiente energía en el tanque para hacerle justicia. Es así de simple", dijo. No es habitual escuchar a un líder político referirse a la importancia de tener la energía suficiente y de hacerlo de forma positiva en la cúspide de su carrera.

Con esa decisión y con la sincera y honesta forma de expresarlo, Jacinda, una de las mandatarias mundiales con mejores resultados de gestión de la pandemia o en la lucha contra la pobreza infantil y el cambio climático, mostraba un gran desapego al poder y un profundo respeto y amor al servicio público y a la política en mayúsculas. A pesar de todo, no se nos puede escapar que detrás de esa decisión existen además elementos de peso asociados a su condición de mujer y a su edad, que resultan determinantes.

El sistema patriarcal goza de una contundente y eficaz manera de expulsar del poder a las pocas mujeres que osan a ejercerlo, especialmente a las más jóvenes. Violencia política, ataques personales, juicios que jamás se ejercen sobre los varones, foco desmedido hacia la vida personal, cuestionamiento permanente, triple tarea, falta de conciliación real, también autoexigencia y profundo respeto al servicio público, están detrás de muchas de estas decisiones. Pero Jacinda Ardern en este tiempo ha demostrado algo más.

Me gustaría rescatar hoy aquí uno de sus discursos más sonados, el que pronunció justo después del atentado terrorista de Christchurch en 2019 contra dos mezquitas perpetrado a tiros por un supremacista de Nueva Zelanda. El asesino, blanco islamófobo, ultraderechista, asesinó a decenas de personas cargado de odio. Un odio alimentado diariamente por fuerzas políticas presentes en las instituciones de varios países del mundo, apuntando a refugiados e inmigrantes como culpables de los males de la sociedad, un odio que echa raíces en la criminalización permanente de un colectivo por su color de piel, origen o religión. El discurso de Ardern en aquel contexto recorrió el mundo cargado de compasión, como recordaba hace unos días en un artículo publicado en El País Gonzalo Fanjul, y mostraba un empático e inteligente mensaje dirigido especialmente a las víctimas y a su entorno, para arroparlas, construyendo un discurso inclusivo que dejara claro el valor de la integración cultural de las sociedades modernas. 

En aquella ocasión, Ardern construyó un muro entre los asesinos y la sociedad, tejiendo una profunda red de solidaridad entre las víctimas y sus vecinos, poniendo énfasis en la pertenencia a la comunidad, en la acogida, en el sentirse parte. "Muchos de quienes han sido directamente afectados por este tiroteo pueden ser migrantes en Nueva Zelanda. Pueden incluso haber buscado refugio aquí. Han elegido hacer de Nueva Zelanda su hogar y este es su hogar. Ellos son nosotros. La persona que ha perpetrado esta violencia contra nosotros no lo es". "Ellos somos nosotros", afirmó.

Algunos dirigentes políticos de nuestro país deberían escuchar aquel discurso y tratar de mirarse en el espejo de quien sabe estar a la altura en los momentos más difíciles. El asesino de Nueva Zelanda era blanco, autóctono y de extrema derecha, decía matar en nombre de sus ideas y costumbres y del odio que se genera. La respuesta de Ardern, blanca y autóctona, estuvo a la altura. No se puede condenar a un colectivo por lo que hace un asesino, aunque este diga que actúa en su nombre. De la misma forma que no se puede poner a todos los políticos en el mismo lugar. Ojalá que en los próximos años nos miremos al espejo y reconozcamos en él a más servidores públicos como Jacinda Ardern. De momento hoy tras su marcha somos muchos, y especialmente muchas, los que no podemos evitar sentirnos menos representados que ayer.