Opinión | POLÍTICA EXTERIOR

¿Ha estado Putin en Lviv?

Putin sigue rumiando mitos que mezclan la Rusia zarista y la soviética, al tiempo que lanza bocados, primero a Crimea, ahora al Donbás. Y no terminará aquí.

El presidente ruso, Vladímir Putin.

El presidente ruso, Vladímir Putin. / Reuters/Sputnik-Kremlin/Alexey Nikolsky

Nunca había oído hablar de Lviv hasta una noche de enero de 2021. Durante una cena en casa de unos amigos, uno de los invitados contó su reciente visita a Lviv para dar un concierto de piano. Otro de los asistentes comentó que su abuelo había sido violinista y vivió allí unos años. Describieron la ciudad como una pequeña Viena, con una belleza tan peculiar como su historia. Fue una conversación de dos minutos para romper el fuego en un grupo en el que apenas nos conocíamos. Me quedé contrariada por no saber nada de un lugar que había tenido un evidente protagonismo en Europa.

Regresé a casa con la idea de situar Lviv en el mapa en cuanto llegara. Ahí estaba: en el extremo occidental de Ucrania, pegado a la frontera con Polonia. Pensé en buscar su historia en otro momento. Ya podía dormir tranquila. Me fui a la cama y empecé a leer uno de mis regalos de Reyes, 'Calle Este Oeste', de Phillipe Sands (Anagrama). Primera línea: “La ciudad de Lviv ocupa un lugar importante en esta historia”. Pasan cosas increíbles. Lo llaman casualidad, también serendipia. Llevo un año dándole vueltas a esta ciudad.

En este momento, son muchos los que aconsejan al presidente de Ucrania, Volodímir Zelensky, trasladar el Gobierno desde la capital, Kiev, a Lviv. Poco más de 500 kilómetros separan las dos localidades, pero Lviv se sitúa a unos 70 kilómetros de Polonia, en una zona menos vulnerable ante la posibilidad de una invasión rusa a gran escala tras reconocer el lunes Moscú la independencia de las repúblicas de Donetsk y Lugansk. El personal diplomático de Estados Unidos, Reino Unido e Israel, además de la representación del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional en Ucrania, se instalaron hace días en Lviv.

El escaso millón de habitantes de la ciudad lleva semanas preparándose: acumulando equipo médico, unidades de sangre, estableciendo refugios en caso de bombardeos, planes para garantizar el suministro de agua y lugares de alojamiento para la eventual llegada de desplazados de las zonas orientales de Ucrania. Lviv cuenta con una larga tradición de resistencia debido a las muchas potencias que la han gobernado a lo largo de su historia.

Es la ciudad de los mil nombres. Lemberg durante unas décadas del siglo XIX, Lwów tras la Primera Guerra Mundial, Lvov con la ocupación soviética, Lviv desde 1944, Leópolis cuando fue fundada, en el siglo XIII, dentro de la Rus de Kiev, y también es conocida como Lemberik, denominación utilizada sobre todo por la numerosa población judía que habitaba la ciudad en el primer tercio del siglo XX. Fue un núcleo comercial, universitario e intelectual, una ciudad repleta de iglesias ortodoxas, armenias y latinas, con una gran sinagoga hoy desaparecida.

Todos sus nombres reflejan el tumultuoso pasado de una ciudad que estuvo sucesivamente bajo gobierno polaco, austrohúngaro, ucraniano, alemán, ruso y de nuevo ucraniano. Solo entre 1914 y 1945 los habitantes de Lviv cambiaron ocho veces de nacionalidad, según se movían las fronteras y según quien ocupara un territorio situado en el centro de lo que el historiador estadounidense Timothy Snyder ha denominado “tierras de sangre”. En ese área entre Alemania y Rusia –lo que hoy es Polonia, Bielorrusia, Ucrania y los países bálticos– Hitler y Stalin asesinaron a más de siete millones de personas. No hablamos del exterminio de los campos de concentración, sino del asesinato menos conocido de civiles no combatientes, la mayoría niños, ancianos y mujeres, en el periodo que va de 1933 al final de la Segunda Guerra Mundial.

Ni la historia de Lviv ni la del resto de Ucrania existen para Vladímir Putin. La tarde del lunes, antes de anunciar la independencia de las repúblicas separatistas del Este del país y ordenar a las tropas rusas que entraran en la región, el presidente ruso volvió a negar el pasado de Ucrania como nación y su realidad como Estado soberano. Putin sigue rumiando mitos que mezclan la Rusia zarista y la soviética, al tiempo que lanza bocados, primero a Crimea, ahora al Donbás. No terminará aquí, porque desde la anexión de la península del mar Negro hace ahora ocho años, hemos permitido que desde el Kremlin se desdibuje la existencia de Ucrania con argumentos sobre “áreas de influencia” o “Estado tapón”.

Los habitantes de Ucrania deben sentirse hoy tan solos como los de Lviv entre 1914 y el final de la Segunda Guerra Mundial: objetos en manos de actores externos que deciden su futuro. Como si algunos países y sus ciudadanos nacieran con una limitación intrínseca a su derecho a la integridad física y a la paz en virtud de la fuerza que el vecino es capaz de ejercer sobre ellos.

A este mundo gobernado por la fuerza es al que nos dirigimos. Mientras anunciamos sanciones que tardan demasiado en llegar, dinamitamos por el camino el instrumento que más estabilidad ha proporcionado al mundo: el Derecho Internacional. Precisamente en Lviv nacieron dos de sus principales arquitectos: los juristas Hersch Lauterpacht y Raphael Lemkin. Pero esto es otra historia a la que volveré en algún momento.