Opinión

¿Populismo punitivo?

Cárcel

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Pese a que en 2017, a propuesta del PNV, el PSOE (que interpuso un recurso ante el Tribunal Constitucional) y Podemos votaron a favor de derogar la prisión permanente revisable (PPR en adelante), parece que ahora eso no entra entre sus planes.

Ahora que la constitucionalidad de la PPR ha quedado fuera de toda duda, así lo constató el Tribunal Constitucional hace un mes, quizás sea esta decisión la que haya hecho que el Gobierno se desdiga de las que fueron sus intenciones iniciales.

Una pena que, aunque indiscutiblemente severa, ha sido también avalada por organismos internacionales como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y se encuentra en los ordenamientos jurídicos de países de nuestro entorno como Francia, Alemania, Italia, Reino Unido, Bélgica, Dinamarca, Austria o Suiza.

Dejando de lado cuestiones procedimentales o de Derecho comparado, que no carecen de importancia pero que no nos dicen nada sobre la aceptabilidad de esta pena, debemos analizar la robustez de los argumentos esgrimidos en su contra.

Para ello, usaré el manifiesto que firmaron más de cien catedráticos de Derecho Penal en 2018 y cuya crítica se resume en la siguiente idea: la PPR “no añade eficacia en la evitación de los delitos graves y sí comporta un significativo deterioro de nuestros valores básicos” (Lascuraín Sánchez, 2018). Si bien estas no son las únicas objeciones que se pueden hacer a la PPR.

Antes de analizar la deseabilidad y aceptabilidad de una pena tal, y para evitar confusiones, conviene aclarar cómo se configura en nuestro país. Se trata de una pena de privación de la libertad severa pero condicional, prevista únicamente en casos excepcionales, que condiciona la libertad del condenado al cumplimiento de una serie de requisitos.

En España se contempla para castigar aquellos delitos que conllevan la muerte de otra persona en los 6 supuestos que contempla el artículo 140 de nuestro Código Penal. Es decir, su imposición es absolutamente excepcional.

Pese a que hay quienes intentan equipararla a la cadena perpetua, esta equiparación no es más que el producto de una deliberada manipulación carente de honestidad intelectual. Pues es precisamente su revisabilidad lo que la hace diametralmente opuesta a la segunda.

Si bien esto es cierto, no quita que pueda considerarse que los requisitos establecidos para su revisión son demasiado exigentes. En nuestro caso: haber cumplido 25 años de privación de libertad y que el condenado se encuentre en posesión del tercer grado penitenciario (artículo 92 CP).

¿Evita la comisión de delitos graves?

Hay evidencia empírica suficiente que respalda la idea de que el endurecimiento de las penas no reduce las tasas de delincuencia (Wright, 2010; Nagin, 2013; Johnson, 2019). Aunque esto no quiere decir que no ayuden a ningún tipo de prevención, por ejemplo, evitar que el condenado cometa un delito futuro. Además, la disuasión no es la única razón para imponer sanciones severas.

Pero, si el objetivo de un cambio de política es disuadir el crimen en general, la investigación sugiere que un aumento en la probabilidad de ser atrapado tiene un efecto disuasorio mayor que un aumento de la posible sanción. El propio Beccaria ya vaticinó que “la certidumbre del castigo, aunque moderado, hará siempre mayor impresión que el temor a otro más terrible unido con la esperanza de la impunidad” (1764).

¿Deteriora nuestros valores básicos?

La primera cuestión a considerar en este punto es si una pena de tal dureza contribuye al objetivo que el Derecho Penal de las democracias liberales ha establecido como finalidad de las penas. Bajo mi juicio y sin querer simplificar demasiado la cuestión, se trata de un doble (o triple según se quiera ver) objetivo. Por un lado, alejar una potencial amenaza de la sociedad durante un período de tiempo suficiente hasta que se pueda demostrar que ha dejado de ser un peligro (reeducación o reinserción) y que no va a volver a cometer ese delito u otro (prevención especial. Y por el otro, reducir la posibilidad de que otros lo cometan (prevención general).

No existen motivos a priori para pensar que la PPR no contribuya a esos dos objetivos, o por lo menos no lo haga tanto como otro tipo de penas (como veíamos antes, no está muy claro que el endurecimiento de las penas reduzca la comisión de delitos).

¿Cuál es la situación delictiva en España?

Por último, me gustaría hacer un inciso que aunque contribuye tangencialmente al debate, creo que es necesario. Si acudimos a los datos, en contra de lo que tendenciosos agoreros que buscan politizar el dolor pueden hacernos creer, la situación delictiva en España no es un problema.

Con una tasa de criminalidad de 32,46 y un índice de seguridad de 67,54 (de los más bajos y altos del mundo, respectivamente), parece que España no necesita estar especialmente preocupada por su política criminal. Aun con todo, es cierto que las leyes penales no solo buscan reducir la criminalidad de un país, sino que también son el producto de la moral y los valores de una comunidad: restringen a las personas potencialmente violentas e imponen castigos por las acciones que la sociedad considera censurables. Puede haber fuertes justificaciones políticas para aumentar las sanciones basadas en esas consideraciones, aunque esta es una cuestión en la que no voy a entrar en este artículo.

Para concluir, parece que no existen motivos suficientemente poderosos para oponerse a esta pena ni tampoco para defender su imprescindibilidad. Así que ahora queda en poder de cada lector reflexionar acerca de las cuestiones que aquí he discutido, informarse, y optar por una posición u otra, o por ninguna. Así, sí quién me está leyendo está interesado en profundizar en este tema, me gustaría recomendar este libro y una conferencia otorgada hace unos meses por su autor.