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Federer, ese archienemigo al que queríamos odiar pero no podíamos

Nos enseñó que se puede ser el máximo enemigo de una causa y a su vez alguien cuyas derrotas incomodaban tanto como sus victorias. Federer nos enseñó, sin pretenderlo, a ser mejores aficionados al tenis, al deporte, a la vida

Rafa Nadal y Roger Federer tras su partido de semifinales de Wimbledon 2019, ganado por el suizo.

Rafa Nadal y Roger Federer tras su partido de semifinales de Wimbledon 2019, ganado por el suizo. / Adrian Dennis / Pool

Habría deseado con todas mis fuerzas ser capaz de odiar a Roger Federer. Qué sencillas habrían sido así esas tardes de domingo de junio y julio, volcando mis frustraciones contra ese virtuoso del tenis de ligera apariencia, rematada con una característica cinta en la cabeza. Gritándole a la televisión que ese suizo traído por el demonio iba a hincar la rodilla frente a Rafa Nadal, el deportista más absoluto que jamás vio España.

Mi repudio intelectual al chovinisimo quedaba sepultado por mis entrañas cuando Nadal posaba sus pies sobre la tierra de Roland Garros o la hierba de Wimbledon. Qué le voy a hacer. Son, al fin y al cabo, superficies sobre las que se ha construido el arcano emocional deporte español, tantas veces con Federer enfrente como freno, a veces exitoso, otras no. Lo natural era odiar a Federer, desearle incluso la muerte en el más primario de nuestros desprecios, instintos proyectados desde el estómago.

Pero no, no era posible. Federer se retira a los 41 años y pese a que ya llevaba año y medio sin competir nos deja un vacío que no será fácil de llegar. Tras él llegó Novak Djokovic y durante tiempo convivieron, pero no era lo mismo. El serbio era sencillo de blasfemar, tan altivo siempre, tan levitante sobre el bien y el mal. Y de remate tan antivacunas, para terminar de bocetar el cuadro del perfecto antagonista. El suizo, en cambio, ni lo fue ni lo quiso ser.

Yerno perfecto, su tenis seducía por su plasticidad, pues proyectaba la sensación de que el más genial e imposible de sus derechas requería del mínimo de los esfuerzos. Jugaba al tenis con la nariz más que con la raqueta, pues olfateaba la perfección y la ejecutaba. Era señor en sus 1251 victorias e impecable en sus 275 derrotas. Un líder ejemplar de este deporte durante las 310 semanas, alrededor de seis años en total, en que fue número uno del mundo.

Cómo olvidar aquellos sollozos tras la final de Wimbledon de 2008, el mejor partido de la historia del tenis hasta que alguien me demuestre lo contrario (y, aviso, eso jamás ocurrirá). Entregó la antorcha a Nadal con un impecable ejercicio de striptease emocional. Quizá en ninguna victoria ganó tanto como en aquella derrota.

Lo de menos son sus 20 Grand Slams, sus 28 Masters 1000, sus 103 títulos en total. Por encima de todo eso quedan un estilo único de jugar a tenis y otro aún más único de saber estar después de jugar a tenis. El único reproche que se le puede hacer es que no fuera eterno. Pero llenó las pistas de emoción hasta los 40 años. Nos damos por satisfechos. De sobra.

Federer nos enseñó que la empatía también existe en el deporte. Que se puede ser el máximo enemigo de una causa y a su vez alguien cuyas derrotas incomodaban tanto como sus victorias. Federer nos enseñó, sin pretenderlo, a ser mejores aficionados al tenis, al deporte, a la vida. Federer era, al menos en lo que respecta a su proyección pública, bueno en la expresión más amplia de la palabra.

Joder, si hasta alguna vez incluso deseé que le ganara a Nadal.

Ale, ya lo he dicho.

Gracias por todo, Roger.