CRÍTICA DE ÓPERA

'La pasajera' en el Teatro Real: qué 'injusto' cancelar a los nazis

Con un interesante planteamiento sobre la culpa y el Holocausto, la ópera del polaco Mieczysław Weinberg, bien ejecutada en el escenario madrileño, se desinfla a medida que avanza

Plano general de escena de 'La Pasajera', de Mieczysław Weinberg, en el Teatro Real.

Plano general de escena de 'La Pasajera', de Mieczysław Weinberg, en el Teatro Real. / Javier del Real | Teatro Real

La sabiduría popular (qué cosa) aconseja no viajar en barco ni contraer nupcias los martes. Aunque no lo diga el refrán, parece que tampoco es muy recomendable irse de crucero si has hecho algún trabajillo en Auschwitz.

Anna Lisa Franz, joven esposa de un diplomático alemán, va camino de una embajada brasileña: un destino de ensueño para cualquier alemán de posguerra. Pero poco dura la felicidad en la casa del nazi: por el trasatlántico merodea una enigmática pasajera, en la que Lisa cree reconocer a una de las prisioneras del campo de concentración donde ella, engañada por el Führer (allí todos obedecían órdenes y blablablá), hizo alguna cosilla reprochable. Soponcio, ¡crisis matrimonial! Emparentarse con una SS frustra cualquier carrera diplomática. Cariño, cuéntamelo todo: tenemos que hacer control de daños.

Este es el embrollo con el que arranca La pasajera, una ópera de Mieczysław Weinberg que adapta la novela homónima de Zofia Posmysz, superviviente del holocausto. Weinberg es un compositor extraño: polaco, se exiló a la Unión Soviética y trabó amistad con Shostakóvich, por cuya influencia logró esquivar más de una bala. Aunque gozó de buena fama entre los compositores rusos, las persecuciones antisemitas y antiformalistas (Stalin detestaba muchas cosas) hicieron que la fama le llegase de manera póstuma. Weinberg murió en 1996 en Moscú, con 76 años, y la ópera se estrenó diez años después, en esa misma ciudad, en una versión semiescenificada.

Parte superior de la escena de 'La pasajera'.

Parte superior de la escena de 'La pasajera'. / Javier del Real | Teatro Real

La producción que anoche pudimos ver en el Teatro Real es una adaptación de la propuesta que David Pountney hizo para el Festival de Bregenz en 2010. La escena se construye en torno a una corpulenta chimenea, que sirve de eje para dos niveles temporales y espaciales: en los superiores, la cubierta y el salón de baile del barco que cruza el Atlántico. En los inferiores, el horrendo campo de exterminio. Este elemento vertical se complementa con unos vagones (la referencia es un tanto obvia) que se desplazan por unos raíles dispuestos en circunferencia y que sirven para enmarcar las localizaciones pertinentes.

La parte inferior de la escena representa el campo concentración de Auschwitz.

La parte inferior de la escena representa el campo concentración de Auschwitz. / Javier del Real | Teatro Real

Retomemos. Lisa le cuenta a su preocupadísimo marido ("qué dirán", "¡estamos acabados!") sus andanzas en el matadero. "Cumplíamos con nuestro deber", dice la carcelera: "nos odiaban, Walter, a todos nosotros; era insoportable". ¿Acaso un genocida no tiene derecho a una segunda oportunidad? Durante el primer acto, un flash back nos lleva a los años mozos de nuestra amiga, la SS. Se nos presenta a los oficiales, preocupados por la logística: aniquilar a los enemigos del Reich es fácil, pero deshacerse de los cadáveres es agotador. También a los reclusos, un grupo heterogéneo y políglota que sobrevive entre la brutalidad de los kapos y la crueldad de los guardias. La partitura juega un papel fundamental en este tramo de presentaciones: el soniquete jacarandoso del barco se vuelve hosco en el campo y debilísimo en el barracón de prisioneros. Las internas solapan sus historias, en una presentación coral que culmina con la aparición de Marta, la pasajera que Lisa cree haberse cruzado en cubierta. Weinberg logra un ambiente ominoso y opresivo mediante la superposición de los coros, que repiten unas cancioncillas tristes como letanías.

En el segundo acto, la cosa empeora. El prometido de Marta también está en el campo. Es violinista y los nazis le han exigido que se aprenda el vals machacón que le pirra al comandante. "Es un gran melómano". De repente, el argumento da un volantazo y enfila el peligroso camino del amor en tiempos del holocausto. Transformada en una ópera verista (esas que cuentan las desdichas de los desgraciados de la tierra), el libreto se detiene en el drama particular de cada reclusa y en las despiadadas maquinaciones de la carcelera, que ha encontrado en el amor de Tadeusz y Marta otra excusa para desplegar su crueldad. A estas alturas, uno empieza a cansarse de ciertos trucos escenográficos: créanme, no es necesario que cada vez que aparezca un guardia la iluminación dé un fogonazo. La música colabora: mucho tachán, ya lo siento.

Amanda Majeski (Marta) y Daveda Karanas (Lisa), protagonistas de 'La pasajera'.

Amanda Majeski (Marta) y Daveda Karanas (Lisa), protagonistas de 'La pasajera'. / Javier del Real | Teatro Real

Para este momento, la trama se ha descuajaringado: en los supuestos recuerdos de la SS aparecen secuencias en las que ella ni está ni se le espera. Tampoco suma que el coro masculino, que canta la salmodia de "negro paredón…", vaya vestido "de espectador" para simbolizar la pasividad de los observadores que pudieron intervenir y no lo hicieron. En fin, avancemos: en el concierto para el comandante, Tadeusz se arranca con la chacona de la Partita nº 2 de Bach, así que los guardias lo liquidan. Marta es enviada al pabellón de la muerte y, en el crucero, un camarero le dice a la simpática SS que la viajera inquietante tiene pasaporte británico, pero es polaca. Las dudas parecen resolverse durante el baile del capitán: nuestra misteriosa protagonista pide a la orquesta que toquen el vals de comandante del campo. A Lisa le entra el pánico y regresamos a Auschwitz, donde Marta, ya vestida de civil, pide que aquella atrocidad no caiga en el olvido. En ese momento, inexplicablemente, cae el telón.

Sobre el apartado musical, un par de comentarios finales. Mirga Gražinytè-Tyla dirige con energía a la orquesta, ofreciéndonos una lectura uniforme de una partitura un tanto fragmentaria. Entre nosotros, no recuerdo la última vez que vi a una directora en el foso del Real. Sobre los cantantes, Amanda Majeski (Marta) Daveda Karanas (Lisa) y Nikolai Schukoff (Walter) encabezan un elenco indudablemente coral que hace un trabajo excelente. Pasadas unas horas, tengo la impresión de que La pasajera es una obra que se va desinflando a medida que avanza. Quizás ya llevamos muchas obras sobre el holocausto a cuestas. Eso sí: no se me quita de la cabeza lo raro que resulta ver a un teatro ovacionar a unos fulanos disfrazados de nazis.