CRÍTICA DE ÓPERA

En el Real han conseguido jorobar a Rigoletto

La aproximación de Miguel del Arco a la popular ópera de Verdi hace aguas por todos sus costados, también el interpretativo.

Javier Camarena, en el papel de Duque de Mantua, con actores y bailarinas.

Javier Camarena, en el papel de Duque de Mantua, con actores y bailarinas. / Javier del Real | Teatro Real

A Verdi le preocupaba Rigoletto. A mediados de 1800 cayó en sus manos una obra de Victor Hugo que contaba las tropelías de un monarca vicioso y nocivo. Los censores habían encontrado Le roi s'amuse repugnante e inmoral (¿un rey crápula?, ¡inconcebible!) y se imaginarán el disgusto que les dio Giuseppe queriendo hurgar en la herida. "Su Excelencia el gobernador militar me ordena comunicarles su profundo pesar por el hecho de que el poeta Piave y el celebrado maestro Verdi no hayan elegido vehículo más apropiado para mostrar sus talentos que la repugnante inmoralidad y la obscena trivialidad de este libreto. Su Excelencia ha decidido prohibir rotundamente la representación, y al mismo tiempo me solicita rogarles que no formulen más preguntas sobre este asunto".

Pero el compositor se tentó los bigotes y plantó batalla a los simpatiquísimos censores con toda clase de triquiñuelas: cambió la corte de Francisco I por la del duque de Mantua, hizo que los personajes viajaran en el tiempo y trufó el libreto con escenas abracadabrantes para que los chupatintas se engolosinaran tachándolas y se les pasasen los dardos más sutiles. El maestro estaba convencido de que aquella trama era "una de las más grandes creaciones del teatro moderno" y que su brillantez se condensaba en un personaje contrahecho, mezquino y noble al que Hugo había llamado Tribolet y que nosotros conocemos como Rigoletto.

Anoche, en el Teatro Real, todos estos desvelos fueron obscenamente pisoteados. Verán: Verdi comienza la ópera con una cadencia ominosa. Sobre la bruma, los metales se imponen con una obstinación amenazante que crece hasta hacerse insoportable. Entonces, la música decae abruptamente y la amenaza se transforma en un airecillo fúnebre. Una tregua. Respiramos. Entonces, la partitura vuelve a endurecerse y nos advierte: esto va a acabar mal. Uno se prepara para la hecatombe cuando, de repente, suena un musiquilla ligera: el duque está dando una festichola y todos parecen disfrutar. Por allí aparece Rigoletto, el cáustico bufón, fustigando los cortesanos. Bajo la aparente alegría, todos conspiran. A Verdi le bastan unos pocos compases para sintetizar las complejidades del drama. Un aristócrata cínico y libidinoso, unos cortesanos odiosos y un protagonista desdichado y envilecido. "Oh, hombres, oh naturaleza, me habéis hecho un vil degenerado. La rabia de ser deforme, la rabia de ser un bufón y no poder más que reírme cuando lo que quiero es llorar".

Ludovic Tézier (Rigoletto) y Adela Zaharia (Gilda).

Ludovic Tézier (Rigoletto) y Adela Zaharia (Gilda). / Javier del Real | Teatro Real

Teniendo estos mimbres, Miguel del Arco se ha dicho: tengo una idea. ¡Rigoletto se dedicará a la trata de blancas! Finísima idea. ¿Alguna otra ocurrencia? Sí, mire, me lo manda al quiropráctico y le pone sombra de ojos, para que sepamos que está triste. ¡Bravo! Denme telas cayendo del cielo, lámparas inexplicables y el cuerpo de danza más desconcertante jamás visto (un rato espasmos, otro culeándose el sofá) que yo les monto una función. A una dirección de actores inexistente (usted póngase al filo del escenario y cante mirando a la nada) hay que sumarle una abultada ristra de ideas de bombero. ¿Conocen a Gilda, esa hija a la que Rigoletto tiene encerrada por miedo a lo que puedan hacerle sus enemigos? Pues vive bajo una colina, en una burbuja selvática que fue descartada en los Teletubbies por ridícula. Además, la muchacha, que solo sale para misa, tiene la capacidad de invocar a un escuadrón de muchachas libidinosas para que la soben según necesidad. Así también me enclaustro yo.

Hay que reconocerle a Del Arco haber logrado que los personajes parezcan separados por kilómetros aunque se canten arrimados. Esta innovación en el espacio escénico no ha sido suficientemente elogiada. También, su capacidad para disolver cualquier intimidad o recogimiento y el despliegue de cuanto movimiento sea posible sobre las tablas, no sea que el público se aburra con la música (hay un momento hermosísimo en el último acto en el que la acción es continuamente interrumpida por la antiquísima costumbre mantuana de transhumar meretrices). Todo hay que subrayarlo, que la gente es imbécil y no se entera.

Pero el estropicio que padecimos no se habría logrado sin la colaboración de todos los involucrados. Ludovic Tézier (Rigoletto) tendrá un vozarrón, pero lo canta todo absolutamente igual. Es una apisonadora, el Chuck Norris de los cantantes de ópera. Javier Camarena (el duque) estuvo desafinado y gritón, y, por momentos, parecía que se le hubiese olvidado respirar. Ambos regalaron al público una buena dosis de vociferantes agudos que levantaron sonoros aplausos. Adela Zaharia dio las notas en su sitio, pero tiene los matices de un plato de Duralex. El Sparafucile de Simon Lim no te lo encuentras ni en una función escolar: insulso, con una dicción y una expresión pobrísima. La mejor, aunque no pase de anecdótica, la Magdalena de Marina Viotti y mención especial a la Giovanna de Cassandre Berthon, cuyo vibrato envidiarán las señoras del coro de su parroquia.

Para colmo, Nicola Luisotti, experto en este repertorio, no tuvo su mejor noche y sus juegos con la velocidad terminaron por descuajaringar la pobre coherencia de los cantantes. El coro empezó descompuesto, se redimió en el Zitti, zitti y volvió a hundirse en el segundo acto.

Adela Zaharia (Gilda), rodeada de bailarinas

Adela Zaharia (Gilda), rodeada de bailarinas / Javier del Real | Teatro Real

Al final de la ópera, Gilda decide sacrificarse por el duque, a quien su padre ha mandado asesinar. Se supone que es una escena conmovedora, pero a estas alturas hubiera agradecido que el sicario estuviese generoso y hubiese despachado al resto del elenco. No hubo suerte. En un momento lisérgico, aparecieron un montón de señoras en porretas que se la llevan al Valhalla instantes después de hacerse una con la Fuerza. Tiene su mérito: le han puesto tipín a Rigoletto y, aun así, han conseguido seguido jorobarlo.