Crítica de 'La caída de la Casa Usher': una 'Succession' para los fanáticos de Poe

La llegada del otoño y, sobre todo, de octubre, el cada vez más visto como mes del terror, ha significado últimamente el estreno en Netflix de alguna serie del experto en escalofríos Mike Flanagan. Para ser precisos, todo arrancó en 2018 con aquella monumental La maldición de Hill House y siguió, tras un salto de un año, con La maldición de Bly Manor (2020), Misa de medianoche (2021) y El club de la medianoche (2022).

Salvando la 100% original Misa de medianoche, han sido todas homenajes a algún escritor muy querido por el cineasta, casi siempre menos la adaptación de una obra en concreto (la que podía dar título a la serie) que un lúdico popurrí de muchas de ellas, de cuantas más mejor. 

Esa idea de diversión se prolonga en La caída de la Casa Usher, cuya relación con el relato original de Edgar Allan Poe es tirando a tenue y en la que son constantes las referencias (a veces, tan forzadas que dan cierta risa) a otros títulos del autor. El primer episodio se llama Cierta noche aciaga, como las tres primeras palabras de El cuervo, poema que, además, da título a un episodio final con duración de largo. Como manda la obra originaria, Roderick Usher (Bruce Greenwood) invita al andrajoso caserón familiar a un viejo amigo, C. Auguste Dupin (Carl Lumbly), pero quizá deberíamos decir amienemigo: en sus labores como fiscal federal de los Estados Unidos, lleva años lidiando en vano con la dinastía farmacéutica de los Usher, responsables de una epidemia de opioides que ha arrasado los hogares y las calles. Así es, los Usher riman con los Sackler y su imperio del dolor. 

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Su hermana gemela Madeline (Mary McDonnell) no tiene hijos, pero Roderick tiene de sobra; seis de cinco mujeres distintas, en su mayoría ilegítimos. Es el grupo formado por el torpe empresario Frederick Usher (Henry Thomas), la empresaria de wellness Tamerlane Usher (Samantha Sloyan), la investigadora médica Victorine (T'Nia Miller), el magnate de los videojuegos Napoleon (Rahul Kohli), la relaciones públicas Camille L'Espanaye (Kate Siegel) y la oveja negra Prospero (Sauriyan Sapkota). Todos ellos han muerto en las últimas semanas en extrañas y/o trágicas circunstancias que, ahora, Roderick está dispuesto a explicar a Auguste. Para ello ha de viajar mucho atrás en el tiempo y remontarse a través de flashbacks a su infancia y juventud, época esta en la que es interpretado por Zach Gilford, otro habitual de la troupe de Flanagan.  

La serie se ve siempre con agrado gracias a sus depuradas formas neoclasicistas, pero tiene dos problemas bastante importantes. El primero: no ha pasado demasiado tiempo desde las series sobre los Sackler Dopesick: historia de una adicción y Medicina letal, con lo que es inevitable sentir algo de déjà vu. El otro problema se llama Succession: Flanagan se atreve a hacer una sátira caníbal sobre los superricos, sobre una dinastía disfuncional, en un momento en que nadie ha dejado aún de pensar en los Roy. Por su forma malévola de hablar de sus medio hermanos ("bastardos", los llama) o su cabellera pelirroja, Tamerlane es un poco la Shiv de todo esto. Cuando Prospero comunica su afán de abrir una franquicia de discotecas con su nombre, lo hace con la frágil seguridad de Kendall. Pero son reflejos algo pálidos de un fuego que no se ha apagado. 

Flanagan y su equipo de directores y guionistas se defienden mejor en un desfile de terrores que, en ocasiones, hace pensar en la saga Destino final. Los capítulos suelen tener como clímax una muerte propiciada desde cierta distancia por Verna (Carla Gugino), figura misteriosa del pasado del clan. Venganza a venganza, empieza a quedar clara la misión detrás del proyecto: todo un ajuste de cuentas en forma de estilizada historia alternativa.