INOLVIDABLES (II)

Susan Sontag y la noche en la piscina oscura

La autora neoyorkina de 'Contra la interpretación' y 'El amante del volcán', fallecida en 2004, fue una mujer llena de vida dispuesta a cubrir todos los eventos, escuchar y discutirlo todo

La escritora Susan Sontag.

La escritora Susan Sontag. / JIM CARTIER

Juan Cruz

Juan Cruz

Tantas memorias de Susan Sontag. Cuando se comía sola el mundo llegó a Madrid. Era 1978, España estrenaba casi todo, y casi todo lo que ella repudiaba, desde la dictadura a la maldad que mandó al exilio a gran parte de la inteligencia, estaba en trance de ser erradicado. Ella estaba en el hotel adonde siempre quiso volver, el Palace de Madrid, y en aquellas salas que entonces aún olían al estupor del pasado y al deslumbramiento que iba a ser la democracia, respondió preguntas sobre el futuro.

España tiene que ser, otra vez, la que fue, una república, ella estaría aquí si la necesitaban para devolver las ilusiones que fueron derribadas por Franco. En aquel entonces era una mujer ilusionada, y ante el espejo se sentía ella misma, con su fleco blanco irrumpiendo (y así fue hasta el final) en su pelo entonces natural y luego marcado por el blanco de los años.

Coqueta de París, que era su otra ciudad, aparte de Nueva York, caminaba y miraba como si la estuvieran llevando en andas. Era presumida, muy presumida, y no podía asumir que aquella piel aun juvenil, la piel de la mujer que fundó la contracultura escribiendo Contra la interpretación, se ajara alguna vez y se fuera minando su esqueleto y su aire de luchadora civil siempre invencible.

Susan Sontag siendo fotografiada por su compañera sentimental Annie Leibovitz./ ANNIE LEIBOVITZ


Su lucha era contra el tiempo, odiaba envejecer. Cuando ya el cáncer le había enviado todos los avisos, la vi salir como una ondina del fondo oscuro de una piscina en Cartagena de Indias. Había pateado la ciudad más bella (quizá) de América Latina a paso de caballo, sin cesar, buscando con urgencia todo aquello que no se podía perder y, como el tiempo no le daba absolutamente para todo, al llegar al hotel quiso seguir teniendo actividad.

Así que se mantuvo con su ropa oscura y se lanzó, tal cual estaba de vestida, a las fauces tranquilas, pero inquietantes, de una piscina que no la esperaba. El estampido del agua fue como un saludo asustado del recinto; la vimos nadar, dentro y fuera del agua, como si se estuviera demostrando a sí misma la juventud que, años atrás, en Madrid, la llevaban a sentir que ella hubiera sido un buen soldado de Manuel Azaña.

Luego tocaba cenar y, quizá, dormir. Ella no estaba para fiestas, ni para descansos: quería cubrir todos los eventos, escuchar todas las conversaciones, escucharlo todo, discutirlo todo. Cuando la guerra de Sarajevo ella llamó a este periodista. "Tenemos que hacer algo. Yo propongo", me dijo, "que montemos en Sarajevo el Esperando a Godot de Samuel Beckett. Así que búscame a todos estos amigos italianos, a este francés, a uno que conocí en Alemania, y explícales lo que quiero hacer. Rápidamente".

Estaba equipada para hacerlo todo, y todo a la vez, así que allá se fue con su amigo Juan Goytisolo, y en las fotografías sin luz que hay de aquellos días de solidaridad ella está, como si fuera Ingmar Bergman, dando órdenes para montar el símbolo que para ella fue la iluminación de Beckett sobre la tristeza sin fondo de la antigua Yugoslavia.

La autora Susan Sontag. 

La autora Susan Sontag.  / SERGIO LAINZ

Siempre quería estar, y estaba. Fuimos a Lanzarote, con su hijo David Rieff, una de las más queridas personas que conozco. Ella quería visitar la tierra de José Saramago, fue una de las primeras extranjeras que conocí que amaba al autor que adoptó la tierra de César Manrique (y a Pilar del Río, su mujer, sobre todo) para acercarse al cielo que los tres, y ella misma, tenían prometido.

Comió huevos fritos sobre la lava, rió y preguntó, fue una niña, una mujer, una veterana de la guerra de vivir, y fue sobre todo Susan Sontag. Al regreso se encontró con Pedro Almodóvar, al que quiso ver para admirarlo más. El cineasta le preguntó por qué había ido a esa isla, que en ese momento ya era “un parque temático”. Como no podía borrar el viaje se dirigió a mi para decirme: “Es verdad. ¿Por qué hemos ido a esa isla?” Quien mejor la conocía, su hijo, me miró para aliviar mi estupor: recibir una reprimenda de Susan era más que recibir la inundación de mil palabras oscuras como la tumba donde yace mi amigo.

La primera vez que publiqué un libro suyo, como editor que fui de Alfaguara, acudí a reunirse con ella en Nueva York, su casa en el mundo. Cuidado que es grande la ciudad, pues coincidí con ella la primera noche, y como los anglosajones, y ella, son así, Susan me dio la mano, siguió para su cena con amigos, después de emplazarme para el día en que teníamos nuestra cita de trabajo al lado de donde estábamos en ese momento.

Portada de ‘El amante del volcán’, de Susan Sontag (1992)./ ARCHIVO


Luego vino a Madrid a presentar El amante del volcán. Era 1995. Estábamos con la Feria del Libro en su último día. Observé que la Reina doña Sofía estaría por allí esa última tarde, y se me ocurrió que, ya que el volcán del libro era griego, a las dos les gustaría coincidir. Avisé a El País, porque las fotografías que seguramente tendrían salida en su edición inmediata y eso sería óptimo para vender el libro más allá de la feria… No le dije a ella nada del proyecto de promoción que su editor tenía entre manos. Así que le firmó a la Reina Sofía, y luego nos fuimos a cenar (ella, Javier Rioyo, yo mismo) mariscos por el viejo Madrid que ella adoraba. Pedí que me enviaran desde el periódico algunos ejemplares, y para mi estupor vi que nada había salido de tanta foto como hizo el compañero al que habían enviado.

Guardé el ejemplar, pero Rioyo me lo pidió, por cualquier razón. Y él fue el que advirtió que no sólo había referencia a la firma de Sontag con la Reina de España, sino que además la fotografía estaba en la primera página. La Reina y la Reina. Susan y Sofía. La escritora de Contra la interpretación y Sobre la fotografía se lanzó sobre el diario como una muchacha que de pronto salta a la fama el primer día en que acude a presentar su primer libro.

Fatema Merrissi y Susan Sontag tras recoger el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2003.

Fatema Merrissi y Susan Sontag tras recoger el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2003. / RICARDO GARCÍA

Era una mujer extraordinaria. A veces sentí que se había declarado invencible. Su enfermedad iba con ella, ella lo sabía. Su muerte fue el final de un largo dolor. El cáncer que ella había vencido tantas veces. No puedo olvidar su entierro en París. Vestida como si fuera un duende triste, allí estaba Patty Smith, bailando una danza sin música, cerca del lugar donde estaba ya enterrado Julio Cortázar.

Miré de lejos la ceremonia. Es imposible no recordar los rostros. En todos podía dibujarse el mismo estupor que ella también hubiera sentido ante una noticia como esa. Ha muerto Susan Sontag. Era imposible concebirlo viendo cómo vencía el oleaje oscuro de aquella piscina que ella vencía en la noche de Cartagena de Indias.