Opinión | MANO DE PÁGINA

Campanas de Gloria

El humor fue el más alto camuflaje de una poeta “para niños” a condición de que la leyeran cuando fueran adultos

La poeta Gloria Fuertes

La poeta Gloria Fuertes / EPE

Muchos infantes del tardobabyboom aún creían en los Reyes Magos (aunque nunca hayan desconfiado del carbón que traen) cuando insistía la incipiente tele en color: “Un globo, dos globos, tres globos… la Tierra es un globo donde vivo yo”. Fue la labor más nutricia de esta señora que, si escribía “para niños” [¡y niñas!], como rezaba su mejor disfraz de alto camuflaje, sólo lo hacía, en realidad, a condición de que la leyeran cuando fueran adultos. De ese modo, como guionista televisiva con voz de niño ronco, lograba ser tolerada como poeta civil crudamente reivindicativa, y machihembrada de mujer de dudosa conducta, en la España del tardofranquismo.

Sólo que en un país donde siempre han estado prohibidos los éxitos bidimensionales, ese rótulo fulgurante como poeta en guardería, digamos, eclipsó su condición de poeta de guardia, como anuncia uno de sus títulos emblemáticos; al punto de que “la Tierra es un globo que se me escapó”, continuaba el sonsonete de aquella canción infantil medio en blanco y negro todavía.

Cuando acaba de cumplirse un cuarto de siglo de su fallecimiento, hay que señalarlo a las claras: hubo de bucear en su figura y su obra un destacamento de hispanistas norteamericanos -Andrew P. Debicki, Sylvia Sherno, Margaret Helen Persin o John Wilcox, entre otr@s- para ser valorada, más acá de la irregularidad de su verso, como un epifenómeno ineludible en la horma rigurosamente masculina -un atrincherado club only for men- de la poesía social española, a la que se adscribió solísima, sin permiso ni ismo alguno, y por ello necesariamente travestida (de versificadora infantil: “in-fans” significa, etimológicamente, “que no habla”, y ya lo advirtió en uno de sus versos célebres: “Escribo porque eso, / porque no puedo hablar”), camuflando de pintorescas glorietas sus particulares barricadas.

“Soy como esa isla ignorada / acunada por árboles jugosos / en el centro de un mar / que no me entiende, / rodeada de nada, nada sólo”, señaló en su primer poemario que, aunque publicado al filo del medio siglo, escribió en su adolescencia de “patito feo” y corpulento aquella mecanógrafa, hija de una costurera y de un portero de fincas del Madrid castizo, que se conjuró devenir por sus propios medios en una Gertrudis Stein de Chamberí antes de que cualquier hijo de vecino le prometiera erigirla en emperatriz de Lavapiés.

Fijación primordial

Ya en ese primer poemario late su perenne fijación primordial: la fraudulenta e inapelable puerta corredera, casi como una lámina o pelleja de saliva, entre el amor y el desamor (“Para enseñarme a llorar / me besaron una tarde, / y se llevaron la boca / y me dejaron la sangre”, dice en el poema Balada sonámbula); un sentimiento que se acucia, claro, cuando se es distinta, porque entonces atañe -su otro palo- al conjunto del engranaje social. “No doy al César lo que es del César porque nunca tuve nada del César”, exclama en otra parte, al tiempo que aprovecha a definirse como un híbrido “de Quijote y Sancha”, y se pregunta: “¿Dónde mi Dulcineo? / ¿En qué Toboso?”.

En sendos prólogos, sus amigos Paco Nieva y Francisco Ayala la invisten perteneciente a “un tercer sexo”, capaz de poner en evidencia, incluso, a “los poetisos”... Por su parte, hubo de aguardar a la edad de la jubilación para poder expresar que la anatomía de sus amores predilectos tiene “senos” (Historia de Gloria, 1981). Quien fue siempre franca en reconocer que “no quiero ser una escritora para escritores, ni maestra en nada”, hubo de jugar todo el tiempo al escondite en ese crucial flanco del amor/desamor prohibido; aviarse de rositas con efecto preventivo, entre humoradas proclamadas con voz de niña cazallera. Y, una vez más, jugar a hacer que le decía al lector lo que, en realidad, se recetaba a sí misma: “Libérate de la angustia / huyendo de la quema / sobre los lomos del humor”.