Opinión | MANO DE PÁGINA

El tren de las metáforas

La imagen del ferrocarril como alegoría del ciclo biográfico y del proceso de creación literaria es un clásico de la literatura universal

Andén de una estación de tren

Andén de una estación de tren / Álex Zea

Ivan Malinowski definió el proceso de creación literaria como "una vaca que da cornadas contra una locomotora". Y el chileno Jorge Teillier se lo figuraba como un paciente caballo blanco cuyas crines han quedado enganchadas al coche de un tren a punto de partir. El ferrocarril sigue siendo la más adecuada alegoría para designar, a la vez, el ciclo biográfico, con partida y destino final, y el tránsito mismo de una obra literaria.

Es más: está presente en la base del imaginario cotidiano, desde “estar como un tren” a ser el “furgón de cola”, o desde un “choque de trenes” a “subirse a un tren en marcha”, o al “último tren”, tras haber permanecido arrumbado como “un tren en vía muerta”, pasando por el cálculo del “tren de vida” que lleva una persona. Y de su relevancia como símbolo de los tiempos dejó constancia el ultimísimo Zygmunt Bauman al explicar así la “ansiedad” generalizada de nuestra nueva condición de “espectadores globales”: gentes apostadas en los petados andenes viendo pasar trenes de alta velocidad, uno tras otro, sin que podamos subirnos a ninguno, y siempre a la nerviosa espera del venidero…

Del mismo modo que la naturaleza se mimetiza con el arte, en ocasiones la literalidad imita a las metáforas. Este verano, sin ir más lejos, que se inició con el recordatorio del décimo aniversario del trágico accidente ferroviario de Santiago de Compostela, concluyó con miles de viajeros apostados en los andenes, a causa de las inundaciones por la irrupción de una Dana.

La elocuencia alegórica del ferrocarril le alcanzó a Pablo Neruda para concebir la existencia de un “cielo de las locomotoras”, a donde irían a parar, finalmente, los penitentes trenes en vía muerta. Y, mucho más lejos, su compatriota Armando Uribe lo erigió en siniestro emblema del despecho amoroso: "¿Dónde estabas, maldita, mientras yo en largos trenes / llenos de muertos despulgaba niños...?".

Del mismo modo que la naturaleza se mimetiza con el arte, en ocasiones la literalidad imita a las metáforas

La riqueza del tren como metáfora vital y literaria estriba en su ambivalencia, pues es también, con su bendito traqueteo a ras de suelo, imagen de placidez suprema. A diferencia de sus ancestros, los barcos, y de sus descendientes, los aviones, el tren nos permite navegar en tierra firme, como una exacta prolongación de la vivienda. ¿Quién no se sube a un tren mansamente, más confiado y relajado, incluso, que en su propio automóvil? ¿Quién no ha colocado alguna vez la sien en el regazo de su amplia ventanilla protectora, embelesado con la danza furtiva de sus cortinas con los propios flecos?

Santuario de conversaciones

Dice un proverbio chino: "Si no cambias de dirección, acabarás en el lugar exacto al que te diriges". En ningún lugar se cumple tan cabal ese presagio como al trote del traqueteo, con sus puntuales piafidos y relinchos, cuya emoción de nuevas inminencias amortigua la nostalgia del andén dejado. Miguel Delibes dedicó memorables pasajes a reivindicar el tren como el santuario de las más sabias conversaciones entre las gentes del campo; el lugar donde antaño se pegaba la hebra plácidamente, cuando los compartimentos, como su nombre indica, servían para compartir.

Desde su expansión, en el siglo XIX, el tren se convirtió en el más idóneo símbolo del progreso, con un rostro casi humano, emitiendo, incluso, pipa en ristre, silbidos de reclamo. Un avión no agota el cielo, ni un barco abole el mar. Un tren, en cambio, avanza soberano sobre su par de raíles ferroviarios, demarcando un confín. De ahí que se erigiera en prodigioso símbolo futurista; de ahí su dualidad, pues, frente a metáforas que hablan del dulce trotar a bordo, las hay también muy negras, como esta imagen de paroxismo que ofrece Robert Lowell: "¿Y si las luces que vemos al final del túnel / son los faros del tren que se nos viene encima?"...

Frente al tren en movimiento como sinónimo de pletórica vida, su abrupta detención simboliza el final. El mismo Teillier cinceló este sencillo epitafio: "¡Hasta luego, raíles, girasoles....!". Y, con su proverbial flema cáustica, el peruano Emilio Adolfo Westphalen equiparó su propia muerte a este parón ferroviario:  "El tren se ha detenido en el silencio opaco y sin ecos de la noche anónima. Es la llegada a término // no se reanudarán ya más ni agitación ni bullicio ni carcoma".