Opinión | MANO DE PÁGINA

Conjuras contra la vida ida

Poeta esencialista, sensorial y reflexiva, Ida Vitale, premio Cervantes en 2019, cumplirá cien años este otoño

La poeta uruguaya Ida Vitale

La poeta uruguaya Ida Vitale / EPE

"El azar, ese dios extraviado", clama un verso de la poeta uruguaya Ida Vitale (Montevideo, 1923), quien, a punto de alcanzar, el 2 de noviembre, los 100 años, conserva una activa lucidez tal, que en mayo participó, por ejemplo, en la Feria del Libro de Buenos Aires.

Es el extravío lo que vuelve a ese dios más humano, y, al tiempo que la conmina a "disfrutar del error y de su enmienda", como defiende en su poema Penitencia, le permite asumir que "después, ya muertos, rodaremos, redondos y olvidados". 

Su longevidad es justiciera con su reconocimiento tardío, pues le dieron el Cervantes hace apenas un lustro, a los 95 años (también Nicanor Parra y Francisco Ayala lo recibieron tarde y murieron a los 103). En efecto, pese a haber recibido muy joven los parabienes de su profesor de literatura José Bergamín, exilado en Montevideo, y el espaldarazo de Juan Ramón Jiménez, que la incluyó en una antología, Vitale hubo de esperar a nonagenaria para que el azar se extraviara a su favor; y con creces, pues, tras obtener el premio Octavio Paz, en 2009, se hizo, en años consecutivos con todos los galardones de relieve: el Alfonso Reyes (2014), el Reina Sofía (2015), el Federico García Lorca (2016), el Max Jacob (2017)…

Con una vida marcada por el nomadismo, huyendo de la dictadura militar uruguaya, para exilarse primero a México y luego a Texas, Vitale fue pionera en vivir el amor a su completo albedrío. Visto con los ojos de entonces, es una heroicidad que, en los años sesenta del siglo pasado (y tras la ruptura con su primer marido, el ensayista y crítico Ángel Rama, padre de sus dos hijos), una mujer en su avanzada cuarentena, Ida Vitale, formara pareja con un joven de 22, el también poeta y uruguayo Enrique Fierro, en una relación vitalicia de casi medio siglo, hasta la muerte de éste, en 2016.

En consonancia con su nombre, sus versos buscan tenderle torniquetes antifuga a la ida vida; retener, con pequeños signos mironianos, detallistas, esenciales y cotidianos, las vivencias idas, en su doble acepción: desarraigadas y esfumadas, y, de ese modo, conjurar la fugacidad y dispersión de la existencia. En su emblemático poema Exilios, del libro De procura de lo imposible (1998), Vitale escribió: "La mirada se acuesta como un perro,/ sin siquiera el recurso de mover una cola./ La mirada se acuesta o retrocede,/ se pulveriza por el aire/ si nadie la devuelve./ No regresa a la sangre ni alcanza/ a quien debiera./ Se disuelve, tan sólo". Es una muestra de las sutilezas transversales de su poesía, a la vez vanguardista y clasicista, intimista y externalizada, discursiva y concisa

Poeta ambidextra

En su afán por reunir los fragmentos vitales, sin por ello vulnerarlos, sus versos apuntan a una definitiva sincronización de la existencia; "Todo aquí es palimpsesto,/ pasión del palimpsesto:/ a la deriva", subrayará en un poema, al tiempo que, para no perderse nada, con un dedo de la otra mano nos señala: "Cada horizonte: donde un ascua atrae".

En su poesía confluyen, ciertamente, lo sensorial y lo reflexivo, propiciando que, de su abonado intimismo, surjan brotes creacionistas. Si observamos que es simbolista, comprobamos, sin embargo, que sus símbolos se mantienen siempre en un plano naturalista, con vida propia, pues en la misma proporción en que describen los estados anímicos, se humanizan ellos mismos.

Así, en el poema Gotas, por ejemplo, que con significar lágrimas humanas, estas "acaban de dejar de ser la lluvia./ Traviesas en recreo,/ gatitos de un reino transparente,/ corren libres por vidrios y barandas,/ umbrales de su limbo". Poeta ambidextra, en definitiva, del mismo modo que Ida Vitale ha hecho del exilio su más certera forma de vida, cantando aquí y allá al nomadismo, eso no le impide enaltecer "la apariencia del viaje en la inmovilidad". 

Todo fluye, heraclitianamente, pero aún reconoce, desde la atalaya de sus inminentes 100 años, la germinal fijeza que le renueva el impulso de la escritura, con este inquietante lema: "Una lluvia de un día puede no acabar nunca".