EL ANAQUEL INESTABLE

Librerías y dinero

La relación entre libros y dinero persiste como un tema resbaladizo, difícil de abordar, casi tabú

Entrada de la librería Lata Peinada, especializada en literatura latinoamericana, en Madrid

Entrada de la librería Lata Peinada, especializada en literatura latinoamericana, en Madrid / EPE

Paula Vázquez

Septiembre empieza a quedar atrás, pero esta aún es una columna de la rentrée. Hasta el momento no he escrito aquí sobre cómo se componen los ingresos que permiten a una librería mantenerse en el tiempo. Por eso, mientras se acumulan las novedades y promesas de todo inicio, quiero volver la mirada hacia la pausa y lo que genera para las librerías: escasez.

Se calcula que en España la industria editorial tiene una facturación anual de más de 2.700 millones de euros. Las librerías suponen cerca del 53% de las ventas. A pesar de esos números, las librerías independientes suelen tener una economía de supervivencia: lo usual es que sus propietarios estén al frente de las tiendas, y que ganen por ello un salario promedio en un rubro con salarios bajos. Cuando no sucede así es porque los propietarios tienen otros ingresos -y otros trabajos, como es mi caso- y lo que produce la librería se dedica entonces a los salarios de los trabajadores, a pagar proveedores, renta y gastos de servicios. Digo más: muchas librerías deben completar sus ingresos con subvenciones del estado, de los ayuntamientos o las comunidades.

Por eso, cuando una librería independiente organiza actividades lo hace para promocionar la obra de los autores y autoras, pero también para vender libros; asumo que todo esto la gente lo sabe. La gente, quiero decir, el público, pero también los escritores y escritoras, los editores, los distribuidores, en fin, los distintos actores que forman parte de la cadena del libro.

Lo sorprendente es que no es así. A pesar de que ya en el final del siglo XIX, en su Literatura y dinero, el optimista Émile Zola llegó a escribir que el dinero emancipó al escritor y creó la literatura moderna, la cosa no resultó tan así, y aún hoy la relación entre libros y dinero persiste como un tema resbaladizo, difícil de abordar, casi tabú.

La ignorancia o un halo de extrañeza distancia el alto estatus social y prestigio que tienen las librerías de sus ingresos reales. Solemos encontramos con público que participa en las actividades -en ocasiones de modo reiterado-, pero no compra libros; con editores que no hacen un mínimo aporte o incluso descuento adicional a librerías que promocionan con actividades especiales sus libros durante todo el año; pero también con autores que nos solicitan honorarios para participar de alguna actividad de promoción -léase presentación de libro, lectura, vermú literario- sin tener en cuenta los magros ingresos de las librerías independientes y nuestro lugar en el ecosistema del libro, controlado por grandes grupos que en muchos casos concentran los procesos, desde la impresión hasta la distribución y la venta en canales de comercialización propios.

Opacidad como norma

Al parecer, la opacidad es la norma en todo el sector. Las editoriales suelen entregar pocos datos cuando hacen las liquidaciones y, en caso de pedidos de parte de los autores sobre existencias, ventas y demás detalles, es habitual que reciban negativa o silencio. Por otro lado, muchos escritores me han contado que en lugares de públicos tan dispares como un encuentro con lectores o en clases en la facultad les han reprochado ¡a ellos! el precio de los libros, bajo la ilusión de que cobran algo cercano al 100% del precio de venta al público.

La ignorancia o un halo de extrañeza distancia el alto estatus social y prestigio que tienen las librerías de sus ingresos reales

¿Dónde nace esta relación torcida entre el dinero y la creación y circulación de los libros? ¿Hay forma de revertirla? Las librerías resistimos a fuerza de inventar cada día nuevas convocatorias a nuestros espacios, actividades que insumen mucho tiempo de planeamiento, de difusión, de gestión administrativa ¿Deberíamos acaso cobrar entrada a los asistentes para poder direccionar un porcentaje de eso a los autores? ¿Deberíamos intentar, de forma colectiva, fijar un piso de 40% de descuento, como sucede en otros países iberoamericanos, en vez del 30% usual en España? ¿Debemos, además, impulsar a autores y autoras a armar una agremiación que los represente? ¿Instamos a los escritores a abandonar los agentes y, acaso, crear algo similar a un sindicato? Quizás. Estoy pensando. Recibo sugerencias.

Mientras tanto, parafraseando a un gran poeta del folclore argentino, la única certeza que une a libreros y escritores en esta vida atada a la pasión y al padecer por los libros es que las vaquitas siempre son ajenas, y se van por la senda de la concentración económica. Propongo que hacia ahí, entonces, enfoquemos las preguntas.