CRÍTICA

'Guy Debord', de Anselm Jappe: escaparate de mercancías averiadas

Pepitas de Calabaza recupera la magnífica aproximación a Guy Debord que Anselm Jappe publicó en 1993

El escritor Anselm Jappe.

El escritor Anselm Jappe. / ARCHIVO

Lorenzo Luengo

Guy Debord (París, 1931- Bellevue-la-Montagne, 1994) era un excéntrico en un mundo que se iba sumiendo en la monotonía, primero de los síntomas de un mal que aún no ha recibido tratamiento: la enfermedad del bienestar. En 1952, con 21 años, trató, si no de despertar a ese mundo, por lo menos de hacerle abrir los ojos, siguiendo el ejemplo de los surrealistas. Así fue cómo en el Cineclub de la Vanguardia de París proyectó una película sin imágenes –Aullidos por Sade–, con guión y dirección propios: el público se amotinó y no volvió a proyectarse hasta cinco años después en Londres. También en 1952, fundó la Internacional Letrista, con su razonable lema (pintado por su mano en la calle de Seine y recuperado más tarde por los huelguistas de mayo del 68): No trabajéis jamás. Comenzó a buscar inspiración en el alcohol, su venero de visiones y a veces de pesadillas, y del que en Panégyrique, ya consciente de que la embriaguez a la Baudelaire había destrozado su salud, se declaraba sin embargo un fiel enamorado.

Nunca se creyó un filósofo, sino un estratega, un entendido en tableros y trebejos. La ciudad, también como un tablero, era un plano abierto que favorecía la deriva, el encuentro con las geografías y las historias olvidadas –y las relaciones inconscientes entre unas y otras, invocadas por el paseo sin propósito– que se ocultaban tras edificios conocidos y mobiliario urbano. 

Fue un descendiente indirecto de los grandes emancipados de la historia, sempiternamente asomados a la ventana desde la que Hegel vio pasar a las tropas napoleónicas tras la batalla de Jena, y un hijo no reconocido de los primeros luditas que renegaron de los avances tecnológicos, aquellos que, como Thoreau, se retiraron a los bosques –para Debord se hallaban metafóricamente en el viejo París aún no asaltado por el urbanismo moderno– y cuya progenie se extendió por una vía soterrada hasta el verano del amor, y por otra, más soterrada aún, hasta las peripecias de la nueva era y su conspiración de Acuario. Es probable que su herencia más fantástica se localice, no obstante, en el californiano instituto Jejune y sus extraños juegos con la realidad, pero tampoco sería exagerado afirmar que las intenciones de Debord de hacer saltar por los aires "las máquinas de la permisividad consumista" tuvieron a su heredero más extremo en la figura del ermitaño de los bosques de Montana, Kaczinsky.

Sobre un hombre semejante, ¿qué clase de libro se puede escribir? Ninguno como el que escribió en 1993 Anselm Jappe (Bonn, 1962) y que ahora recupera Pepitas de Calabaza. El propio Debord, que recibió el libro en Venecia de un joven y desconocido Jappe cuando se disponía a abrir de una patada las puertas de la muerte, fue el primero que se vio sorprendido: "Aprecio enormemente la profundidad de su pensamiento, su conocimiento y la simpatía y comprensión que me profesa: su objetividad supone un agradable contraste respecto a los extravagantes pero calculados malentendidos que muestran nuestros contemporáneos, aunque me parece que ha sido usted bastante indulgente conmigo". Estas palabras, que Jappe tiene la modestia de no incluir, no tienen por qué suponer una prueba de su calidad. Es aquí donde al crítico le toca determinar si esa prueba ha sido superada más allá de cualquier posible vanidad interesada, y al menos este no puede dejar de encontrar en el ingenio y la elegancia de Jappe lo que uno solo halla en los libros destinados a ser compañeros de viajes, de paseos, de insomnios y fatigadas mesillas. 

Habla de Debord y de su tiempo, de todas esas tramas enrevesadas que pasan por Hegel, Marx, Lukács, Lefebvre, hasta el descubrimiento que los situacionistas hicieron de la vida como espectáculo (y no precisamente uno que merezca siempre la pena protagonizar), pero también habla de nosotros como víctimas y escaparates de una sociedad que ha hecho de cada cosa, y en especial las hoy personas/cosas, su propio mensaje y su propia mercancía. Por otro lado, también está el propio Debord para señalarnos, aunque sea oblicuamente, la grandeza de esta obra (y la posibilidad de que exista una maldición en la biografía de un viviente): un hombre que entendió la vida como un juego, en parte un simulacro y en parte un sofisticado sistema de alucinaciones, decidió abandonar este mundo poco después de la lectura que hizo de sus páginas, como si hubiera llegado a la conclusión de que, dicho esto, no se podía decir nada más.

'Guy Debord'

Anselm Jappe

Traducción de Luis Andrés Bredlow

Pepitas de Calabaza

272 páginas

22,90 euros