CRÍTICAS
Retablo de las maravillas
Edson Lechuga explora los efectos de una pertinaz sequía en ‘Anoche me soñé muerta’
Ricardo Menéndez Salmón
México, 1933, Pahuatlán del Valle, en el estado de Puebla. La lluvia ha dimitido del mundo y los acuíferos se agotan. El sol es un disco sereno pero inmisericorde, que cada día aprieta un poco más el dogal a los habitantes de un paisaje calcinado. Los paganos despliegan sus alquimias minerales y vegetales, los católicos rezan a sus mártires y a sus vírgenes de madera, y aunque el mundo viejo y el mundo nuevo despliegan su artillería de rogativas, ni las plegarias ni la química alcanzan. Las autoridades organizan cuadrillas que fatigan los manantiales y redactan cartas desesperadas a un poder central y remoto, pero todo es en vano. Tampoco la razón rinde los caprichos de la atmósfera. Las aguas del cielo han cerrado sus espitas. Hombres y animales se apagan dócilmente. Las mujeres se vuelven locas. Los niños chupan hojas de té limón en busca de una tregua improbable.
Anoche me soñé muerta, de Edson Lechuga, explora los efectos de una pertinaz sequía sobre una comunidad que deberá acudir a sus últimos límites, los del sacrificio y la pretecnología, para reconciliarse con el orden natural. La novela, que a su modo se despliega como un diálogo entre dos de las almas de México, la precolombina y la nacida de la Conquista, es también un diorama que aspira a iluminar un país tan vasto como complejo, irreductible a lugares comunes, y cuyos mayores intérpretes, ajenos (Malcolm Lowry, B. Traven, D. H. Lawrence) o propios (Octavio Paz, Fernando del Paso, Juan Rulfo), nunca dejaron de señalar en su obra la desmesura de partida que afecta al material de estudio. Porque pretender encerrar México en un libro es tan inútil como intentar vaciar el mar con cubos. Y sin embargo la escritura de Lechuga, como un mosaico en el que cada vecino de Pahuatlán del Valle va insertando su tesela, dibuja un retablo de maravillas que se disfruta desde el lenguaje y la imaginería que convoca, y rescata para el lector un atisbo de ese país de estratos, soberbio y plástico, ante el cual no es posible la indiferencia.
Ecos del fatalismo de Pedro Páramo y su pedagogía de la muerte conviven así con las excursiones etnográficas, no siempre intachables, de «La serpiente emplumada», y en cada página, en cada diálogo, detrás de cada gesto y de cada acción, la caligrafía alucinada que un libro como El laberinto de la soledad intentó consagrar hace ya más de setenta años encuentra su acomodo en este relato de lo excesivo y de lo secreto, de lo común y de lo primordial, de la fiesta y de la crueldad, que fía a la oralidad parte nada desdeñable de su fuerza y que instala su discurso en un carrusel de presagios, advertencias y señales que obligan a considerar el mundo como un crisol mutante, frágil y al tiempo indestructible, en el que el absurdo reclama su propia lógica y las correspondencias entre pasado, presente y porvenir conforman una única, poderosa red semántica y sentimental.
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