OPINIÓN

Larga vida a Philip Larkin

En 2022 hemos celebrado el centenario del que quizás sea el mejor poeta inglés de la segunda mitad del XX, con el permiso de Ted Hughes, y sin duda el más querido y el más influyente

El escritor Philip Larkin

El escritor Philip Larkin / EPE

Enrique Redel

Este año hemos celebrado el centenario del nacimiento de Philip Larkin. Quizás sea el mejor poeta inglés de la segunda mitad del XX, con el permiso de Ted Hughes (o quizás sin ese permiso), y sin duda el más querido y el más influyente. Habría sido Poeta Laureado en lugar de Hughes, de hecho, pero cuando se lo propusieron, en el funeral de Sir John Betjeman en la Abadía de Westminster en junio de 1984, adujo que llevaba ya mucho tiempo sin escribir un solo verso decente.

Se ganó la vida como bibliotecario en la gris ciudad de Hull (Yorkshire, Inglaterra) y tuvo una vida sentimental desordenada y tempestuosa. Y durante su juventud fue un novelista más o menos secreto que, a fin de dar rienda suelta a una cierta crisis de la sexualidad temprana, y quizás también para divertir a sus irreverentes amigos de alcohol, poesía y jazz del St. John’s College de Oxford, un grupo de estudiantes que se hacía denominar “Los Siete” (entre los cuales estaban Kingsley Amis, que se inspiraría en Larkin para crear al protagonista de su obra maestra, Lucky Jim, y que se convertiría en su mejor amigo, y el autor de novelas policiacas Edmund Crispin, que también le dedicaría a Larkin su obra más notable, La juguetería errante), se hizo pasar por una escritora de novelas de internado, Brunette Coleman, con cuyo nombre firmaría dos nouvelles de rara procacidad homoerótica y tono picante (Enredo en Willow Gables y Trimestre de Michaelmas en St Bride, ambas de reciente aparición en Impedimenta), y de la que firmó incluso una falsa autobiografía y un extraño manifiesto literario.

Publicó, ya bajo su propio nombre, dos novelas notables, que se siguen reeditando en la actualidad con bastante éxito: Jill (que vería la luz en The Fortune Press, una editorial consagrada en su mayor parte a la pornografía, y que también publicaba ficción seria como tapadera de sus actividades principales), y la considerada su obra maestra de la prosa, Una chica en invierno, editada ya por la prestigiosa Faber and Faber, de cuyo consejo editorial formaba parte el poeta T. S. Eliot.

Entre esas dos novelas, Reginald A. Catton, el editor de The Fortune Press, que estaba preparando la edición de Jill, le preguntaría a Larkin si también escribía poesía. El resultado fue la publicación, tres meses antes incluso que Jill, de El barco del norte (1945), su primer poemario. Tras Una chica en invierno volvería a intentarlo tres veces, pero no publicaría más narrativa.

EXCENTRICIDAD

Quizás desde pequeño fuera un excéntrico. Philip Larkin fue un muchacho tartamudo, educado en una casa que nadie visitaba nunca, ni vecinos ni familiares. Su padre, un funcionario de Coventry, tenía simpatías por los nazis (estuvo dos veces en Nuremberg para presenciar los famosos desfiles) y su madre era una mujer apocada y nerviosa. Empezó a amar el jazz cuando, siendo adolescente, alguien le regaló un saxofón y una suscripción a la revisa Down Beat.

Antes incluso de entrar en Oxford, escribió cinco novelas enteras, que destruyó. Ya en la universidad suspiraba por ser novelista (su mejor amigo, Kingsley Amis, uno de los mejores narradores ingleses del XX, paradójicamente suspiraba por ser poeta). Cuando, en 1945, apareció El barco del norte, el mundo descubrió a un poeta excepcional, aunque tampoco puede decirse que fuera en absoluto prolífico: además del citado volumen inaugural, publicaría apenas Un engaño menor (1955), Las bodas de Pentecostés (1964) y el excepcional Ventanas altas (1974).

Fue adorado por sus contemporáneos, pero también vilipendiado. Se le consideró el mejor poeta vivo de Inglaterra (el sublime poeta de lo cotidiano, que escribió un poema a su cortacésped muerto y retrató como pocos el despertar sexual de toda una generación; el irónico comentarista de la pérdida de la grandeza británica y el gran cantor de lo rutinario; el más moderno de los poetas ingleses del XX: una institución) y también, por muchos, un misógino y un reaccionario (sobre todo tras la publicación en 1992, siete años después de su muerte, de sus cartas y, un año más tarde, de su biografía, firmada por Andrew Motion).

Con motivo de la celebración de su centenario, el pasado 9 de agosto, se recuperaron no solo sus poemas, sino también sus novelas, sus piezas narrativas de juventud, chispeantes y malvadas, libérrimas y provocadoras. Quizás sea en ellas donde encontremos al escritor en ciernes que está buscando su propia voz, que está encontrando su propio estilo. Y puede que la ficticia Brunette Coleman (cuyo nombre está inspirado justamente en la cantante de jazz Blanche Coleman, engarzando con otra de las pasiones de Larkin) planeara bajo toda la obra del poeta, como símbolo provocador, casi políticamente incorrecto, como indicaba Andrew Motion, y a la vez evocador de la juventud perdida. Larga vida a Larkin.

Enrique Redel es editor de Impedimenta, donde publica a Philip Larkin.