Opinión | ANÁLISIS

Desprestigio de la política

Sus señorías han convertido las cámaras en patios de Monipodio, muy escasamente atractivas para las elites sociales e intelectuales del país

El presidente del PP (centro de la imagen), Alberto Núñez Feijóo, junto a los presidentes de Andalucía, Juanma Moreno; Galicia, Alfonso Rueda; Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso; el presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo; la portavoz del PP en el Congreso, Cuca Gamarra; el presidente de la Junta de Castilla y Léon, Alfonso Fernández Mañueco y de la Región de Murcia, Fernando López Miras, durante el acto institucional por el Día de la Constitución, en el Congreso de los Diputados.

El presidente del PP (centro de la imagen), Alberto Núñez Feijóo, junto a los presidentes de Andalucía, Juanma Moreno; Galicia, Alfonso Rueda; Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso; el presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo; la portavoz del PP en el Congreso, Cuca Gamarra; el presidente de la Junta de Castilla y Léon, Alfonso Fernández Mañueco y de la Región de Murcia, Fernando López Miras, durante el acto institucional por el Día de la Constitución, en el Congreso de los Diputados. / Eduardo Parra / Europa Press

Este domingo publica este periódico un reportaje de Isabel Morillo en el que se relatan las dificultades de los partidos políticos para fichar a candidatos independientes, un espécimen muy cotizado porque se le supone en posesión de una indubitable experiencia profesional, independencia de criterio y un nivel intelectual superior al de quienes provienen de canteras políticas en las que militaron desde su juventud.

Es probable que la política todavía arrastre el descrédito que sufrió durante la larga dictadura, cuando la selección de los líderes no tenía más móviles que los ideológicos y el servicio al dictador aportaba poco prestigio. Pero después, durante la transición, ocurrió un fenómeno singular: muchos de los políticos más activos y brillantes que tomaron entre sus manos la apertura y la construcción del régimen constitucional eran personalidades de relevancia social que, por un patriótico afán, se sacrificaban y se alejaban temporalmente de sus profesiones para prestar un servicio al país. La política democrática no se había profesionalizado todavía y el discurso político adquirió gran altura durante un efímero periodo de tiempo.

Tras la normalización del sistema de partidos, sobre el que tampoco había experiencia por razones obvias, los roles políticos fueron ocupados preferentemente por funcionarios públicos, que se trasladaban al territorio contiguo de la política, y por aspirantes a profesionales de la política que hacían carrera en el seno de los partidos, iniciándose en las juventudes y ascendiendo poco a poco hasta sobrepasar casi siempre su propio nivel de incompetencia. Hoy este especímen es el más abundante, y ha dado como era de esperar un resultado mediocre: el político debe poseer una formación generalista lo más vasta posible, a poder ser basada en una específica formación superior, además de unas dotes personales adecuadas. Basta echar una mirada al Parlamento para observar que una gran mayoría de sus miembros está integrada por personas anónimas sin la menor relevancia. Por su parte, los funcionarios públicos de los grandes cuerpos de la Administración encuentran fácil acomodo en la política gracias a su contrastada solvencia profesional, y en buena medida a ellos hay que agradecerles que la ceremonia pública no haya descendido por debajo de determinado umbral bochornoso.

La clase política resultante de todo este proceso está hoy a la vista y, con las honrosas excepciones que es de justicia destacar, el espectáculo no es muy edificante. Sus señorías han convertido las cámaras en patios de Monipodio, muy escasamente atractivas para las elites sociales e intelectuales del país. Diputados y senadores, que deberían ser referentes de rectitud y desinterés para la ciudadanía, han conseguido generar un clima de crispación y resentimiento que ha polarizado al país y ha generado una gran desafección hacia lo público. A fin de cuentas, el populismo no es más que un intento baldío de sustituir las reglas de juego democráticas por la demagogia autoritaria y frívola de los caudillajes.

Diputados y senadores, que deberían ser referentes de rectitud y desinterés para la ciudadanía, han conseguido generar un clima de crispación y resentimiento que ha polarizado al país y ha generado una gran desafección hacia lo público"

Pese a ello, los partidos políticos, conscientes de que las personalidades independientes otorgan solidez y prestigio a los equipos, tratan de seducir a los más brillantes para llevarlos a la plazuela pública de Ortega, a la que deberían acudir los mejores. En pocas ocasiones lo consiguen, entre otras razones porque los salarios políticos son objetivamente muy inferiores a los del mercado de profesionales. Quien ha conseguido con su esfuerzo un nivel de vida determinado, muy difícilmente sacrificará su estatus económico y el de su familia a un ideal político. Hay un oscuro círculo vicioso entre el hecho de que los presidentes del gobierno del Estado y de las autonomías ganen bastante menos que la mayoría de los profesionales liberales y la rotunda negativa de estos a lanzarse a la brega política, donde muy fácilmente serán insultados, escarnecidos y desacreditados por sus antagonistas.

Todo esto es tan evidente que ni siquiera existe aún una regulación estricta de los lobbies, ni está lo suficientemente tasado el uso de la puerta giratoria por quienes abandonan la política y pasan a trabajar en un área del sector privado concomitante con su anterior labor en la administración. Con naturalidad aceptamos todos que existan gabinetes de influencia gestionados por exministros y otros ex altos cargos cuando todavía se está redactando, a estas alturas y por insistente presión de la Comisión Europa, el anteproyecto de ley de transparencia sobre los grupos de interés para regular su actividad… En definitiva, no se ha conseguido aún garantizar la respetabilidad de la ceremonia política tanto tiempo después de que hayamos padecido una sucesión inefable de escándalos que, por añadidura, han alcanzado su cenit en los peores momentos de la gravísima crisis financiera que nos empobrecía a todos. Y mientras estas carencias no se corrijan, será muy difícil que la sociedad civil se implique en la política por lealtad a unas ideas y por simple espíritu de servicio.