Opinión | ANÁLISIS

Un modelo cultural para la ciudad

El potencial cultural de Palma es una historia de oportunidades perdidas

Fue en la década de los ochenta del pasado siglo cuando un profesor de la universidad de Harvard, Joseph Nye, desarrolló el concepto político del soft power. Si el poder duro –hard power– tiene mucho que ver con la potestas romana, es decir, con los recursos militares y de coerción económica o comercial de los que dispone un Estado, el poder suave –soft power– describe una realidad mucho más sutil: la capacidad de influencia cultural de los pueblos. Nye pensaba en los Estados Unidos y en su enorme industria de entretenimiento y consumo (del cine de Hollywood a las burbujas de Coca-Cola; de la música pop a la irrupción de Apple), frente a la rigidez de la Unión Soviética. Pero no es preciso ceñirnos al mundo contemporáneo para fijarnos en una regla histórica: las sociedades en transformación aspiran a parecerse a las que gozan de un mayor prestigio y a las que consideran superiores por algún motivo.

Ese fue el caso de Roma –brillantemente analizado por Rémi Brague en La vía romana–, cuando adoptó el arte y la filosofía de Atenas; del mismo modo que, siglos más tarde, asumiría como propia la moral judeocristiana. La importancia de la cultura atraviesa los siglos y sus protagonistas se suceden con el tiempo: China como modelo para Japón o la impronta del refinamiento francés en la Europa de las Luces. La España debilitada del XIX y de la primera mitad del XX también buscó ese vínculo con el soft power por una doble vía: los institucionistas mirando hacia Alemania y el krausismo, y el primer catalanismo aspirando a convertir a Barcelona en un París anclado en el Mediterráneo. Hoy diríamos que hablar de soft power es referirse al «desarrollo sostenible», pero su eje más decisivo es la atracción y la influencia. Y su mayor prestigio se concentra siempre en las ciudades.

Palma compite con las capitales de provincias del sur de Europa bajo el paraguas de una isla, Mallorca, que es una de las mecas internacionales del turismo. Esto le concede notables ventajas que no siempre han sido bien aprovechadas. La apuesta por la cantidad en lugar de la calidad supone ya una crítica tópica en un archipiélago sobreexplotado en la temporada de verano. El soft power se mide así en términos de belleza paisajística, playas, infraestructuras de transporte y… vacaciones a precios accesibles. Pero Mallorca –Palma– puede y debería ofrecer algo más, que en parte ya ha empezado a ser explotado sobre todo por actores internacionales. Queda el núcleo central de la cultura, que se sitúa en el corazón mismo de cualquier concepción de poder blando. Y ahí el panorama resulta desolador. La ausencia de proyectos museísticos potentes, de una utilización inteligente del patrimonio arqueológico, de ambiciosos festivales musicales o literarios, de una oferta de exposiciones que no sean meramente identitarias o autorreferenciales, de una red de bibliotecas bien surtidas… debería hacernos pensar por qué no se recurre a estas palancas que, por otro lado, no son tan difíciles de armar. Después de dos legislaturas con gobiernos de izquierdas, los populares recuperaron el poder con un mensaje claro en este sentido: el modelo es Málaga. No está mal si sabemos qué significa Málaga y cuál es su ambición. Y, de momento, los resultados han sido escasos por no decir nulos. La historia se escribe también con las oportunidades perdidas. Y esta corre el riesgo de ser otra de ellas.