Opinión | ESPEJO DE PAPEL

La rebelión de los burros

Yo acompañaba a mi abuelo a aquellas domas sabiendo ambos que estábamos en escuelas separadas

Burros en Zamora, en una imagen de archivo.

Burros en Zamora, en una imagen de archivo.

La vida de un burro ha sido siempre la explicación de una rareza. Qué hacen esos animales. No hacen otra cosa que sestear, mirar al suelo, quejarse. Como si estuvieran esperando el desenlace de una película, la vida, en la que parece que no tienen ni arte ni parte. 

A los chicos del barrio, en el Puerto de la Cruz, Tenerife, aquellos jumentos nos daban pena. El viejo del lugar, un anciano que era mi abuelo, los juntaba para domarlos, pues eran, en su juventud más temprana, rebeldes sin causa. Querían desatarse de la soga, y mi abuelo se afanaba en enseñarles el buen camino, que era la doma. Los chicos estábamos, naturalmente, por el burro, que nos parecía una buena persona; a mi abuelo lo abucheábamos, porque era evidente que quería dominar, por así decirlo, con su fuerza bruta. Al final, el burro, los burros, aquellos jumentos, estaban listos para trotar, para ser avasallados, para cargar papas o piedras, para resignarse ante la fuerza bruta de todos los días.

A nosotros nos producía mucha angustia aquel sometimiento, que además debió de constituir un aprendizaje horrible en aquellos tiempos de dictadura: el que manda manda, y el burro (como los burros civiles de entonces, las personas) está para obedecer. Mirando el tiempo hacia atrás, y a nuestro modo, aquella doma del viejo del lugar terminó siendo una metáfora de la vida por venir, y de la vida cuando ésta, como diría Jaime Gil de Biedma en su poema más melancólico, iba perfectamente en serio. 

Yo acompañaba a mi abuelo a aquellas domas sabiendo ambos que estábamos en escuelas separadas. Él estaba por la esclavitud, por la dominación del burro, y yo, como los demás chicos, estaba por la libertad. 

La guerra contra los burros, contra aquel burro, por ejemplo, era tan desigual como lo era en ese momento la lucha de los adultos contra la dictadura, esa que ahora endulzan con cuentos los manifestantes de la extrema derecha.

Desde entonces, desde aquellos años de la adolescencia, guardo un enorme respeto por los burros, que me parecen una imagen bendita (en algún momento, además, angelical) de la historia infinita de los animales.

Juan Ramón Jiménez, sobre todo, los alimentó de fantasía para que vivieran entre nosotros como versos sueltos. Pero hubo otro grandes poetas, de la antigüedad, de todos los tiempos, que quisieron reivindicar ese aullido del alma que tiene la queja de este animal que, por ejemplo, se apiadó del Quijote y, quizá también, de mi abuelo cuando éste quiso domarlo, la última vez, y dio con su alma en el suelo como la premonición de que ya había sido vencido por el asno que era también la vida.

Desde hace unas semanas esta metáfora del burro y sus concomitancias con el humano se representa en Madrid, en el Teatro Reina Victoria, cerca de las Cortes. Tiene un elenco formidable, lleno de paz y de alegría, y de vida, del que descuella un maestro, Carlos Hipólito, que precisamente hace de burro. 

Antes de ir a ver este espectáculo insólito, tan estimulante como justo para la historia universal del burro, traté de imaginar cómo lo haría Hipólito para parecer un burro. Lo cierto es que, en el segundo uno de la representación, este hombre que parece en el escenario todos los intérpretes posibles hace un guiño que basta para saber el sentido que va a darle a su interpretación. Inmediatamente después sus compañeros de reparto (Fran García, Manuel Lavandera, Iballa Rodríguez) inician un desenfreno de alegría en la que el burro resulta el más humano de los animales, incluido el animal llamado hombre. 

Ahí están, ya saben, todos los numerosos siglos avalando la experiencia del burro, y los actores que, con Carlos Hipólito, el burro de todas las estaciones, van contando lo que los poetas, sobre todo, fueron diciendo de este milagro de la naturaleza que, pareciendo burro, era no sólo el más listo, el más abrigado, el más noble, de los seres que han arropado la vida de grandes de la historia, incluido, ya saben, hasta el que ha pasado a la eternidad como el hijo que tuvo la Virgen cuando nadie daba un duro por el futuro de aquel nacimiento. 

Ah, y la música, oigan la música, está hecha para que también baile el burro en el patio de butacas.