Opinión | ANÁLISIS

Lo de Savater

Mejor acompañado se sentiría si publicara allá donde le bailan el caldo gordo, no solo por la incuestionable valía del personaje sino porque los aduladores, con su defección, pueden darle un bofetón a la izquierda

El filósofo y escritor Fernando Savater en su casa, en Madrid.

El filósofo y escritor Fernando Savater en su casa, en Madrid. / ALBA VIGARAY

Nunca he mantenido relación alguna con Fernando Savater, más allá de algunos saludos ocasionales. Pero sí me irrité en las redes cuando el prestigioso filósofo vasco, que en los últimos tiempos escribía artículos muy controvertibles, concedió una entrevista en que renegaba del periódico El País, en el que colaboró durante varias décadas y seguía escribiendo semanalmente, calificando despectivamente al medio de portavoz del Gobierno actual con lo que repartía una curiosa venalidad entre todos los redactores y colaboradores del periódico más importante que nos ha acompañado desde la Transición a hoy día (también quien firma publicó a menudo en aquella tribuna en los tiempos turbulentos del posfranquismo).

Mi tuit mostraba perplejidad por la osadía de quien despotrica contra las páginas que lo acogen, y sugería que mejor acompañado se sentiría si publicara allá donde le bailan el caldo gordo, no solo por la incuestionable valía del personaje sino porque los aduladores, con su defección, pueden darle un bofetón a la izquierda, tan servil y sectaria a su juicio con el poder. Y eso lo dicen medios y portavoces que están o han estado cerca de la dictadura que tan amorosamente nos acogió hasta la llegada de esta democracia. Imperfecta pero democracia.

No voy a entrar en el tramposo debate sobre la libertad de expresión, que no viene al caso en un sistema político como el nuestro en el que está bien acreditada, ni creo necesario anteponer a lo que sigue mi respeto personal ante un intelectual de peso que se enfrentó con riesgo de su vida, a la hidra de ETA. Sencillamente, estas líneas pretenden apenas hurgar en el sinsentido que para mí representa la actitud de quien, en la soledad de su gabinete, llega a la conclusión de que sus principios abstractos, sus convicciones morales, han de anteponerse a la realidad de las cosas, a la política concreta que se desarrolla ante sus ojos y de cuyas vicisitudes depende la preservación de muchos valores, derechos y libertades. Entre ellas, la libertad de expresión.

Es muy lógico que un intelectual en el más amplio sentido del término se sienta incómodo ante unos escenarios democráticos impuros y viciados en los que hay corrupción, ineptitud, oportunismo y otros ingredientes hediondos. La contemplación de regímenes cercanos -en USA, en el Reino Unido, en Francia, en Italia y por supuesto en España- es muy decepcionante, y tanto más cuanto más se profundiza en ellos. Pero, si se afirman los pies en la realidad, se entenderá enseguida que en las últimas elecciones generales que se celebraron en este país el 23 de julio no estaban en juego valores sutiles, ni juicios esteticistas, ni siquiera unos modos de gestión pública muy polarizados sino unas rotundas realidades prosaicas entre las que había que elegir.

En concreto, se decidía la continuidad de unos gobiernos progresistas que han preservado lo público, que sienten insomnio al observar la desigualdad, que luchan contra las diversas formas de marginación y exclusión, o bien la llegada de una coalición de derechas en que el PP había de pactar y condescender con una formación ultra que niega el Estado de las Autonomías, que quiere cerrar las fronteras a la inmigración y deportar a los inmigrados, que es homófoba y siente veneración por las reminiscencias fascistas que aún perviven después de la dictadura.

Ningún intelectual progresista en su sano juicio debería dejar de ver que, tras sus lucubraciones del inconsciente mágico, hay un dilema que la ciudadanía debe resolver mediante el voto. Y él no puede ser neutral en este envite. La izquierda tiene, qué duda cabe, innumerables defectos (aunque ahora es la derecha la que está más bien en la picota de la corrupción, la venalidad y el uso torticero delos recursos policiales del Estado), pero nada autoriza a facilitar más o menos conscientemente el regreso de este país al fascismo.