Opinión | ANÁLISIS

De maleficios y soledad

En este 2024 habría que exigir alto y claro más políticas de conciliación

Yolanda Díaz, durante el pleno del Congreso que se celebró en el Senado.

Yolanda Díaz, durante el pleno del Congreso que se celebró en el Senado. / José Luis Roca

La actualidad nos enseña a diario su peor cara con historias que nos inquietan, nos enfadan y, a veces, hasta nos repugnan. Por eso, ahora que por fin se han acabado las Navidades, he de reconocer que por más que me repateen, nunca defraudan a la hora de asegurarnos sistemáticamente algunos de los días más felices del año, informativamente hablando. 

Los primeros son los días de los sorteos de El Gordo y El Niño, cuando sabemos con certeza que todos los medios van a estar a rebosar de gente pletórica, celebrando haber sido agraciados por la diosa Fortuna. Y luego están la ilusión de los Reyes Magos, y también, el día uno, cuando desde muchas de las primeras páginas de los rotativos nos abraza la ternura de los primeros bebés del año. Aunque éste, ‘El País’ se haya encargado de aguarnos la fiesta. 

El 31 de diciembre el diario nacional publicaba una noticia en la que auguraba un agorero futuro para esos pequeños, que literalmente acaban de asomar la cabeza a este mundo loco. "Tomando como base las tendencias actuales", el articulo vaticinaba: que la mayoría conocerá a todos sus abuelos, y hasta a sus bisabuelos, pero que muy pocos tendrán hermanos y primos, por lo que su red de parentesco, cuando alcancen los 35 años, será la más reducida de los tiempos modernos. Además, señalaba que la mayoría de las mujeres morirán ancianas, pero solas, porque tendrán uno o ningún hijo. 

Leído así de corrido parece un maleficio, de esos de las brujas malas de los cuentos tradicionales, más que la predicción con base sociológica que es, con sus datos, sus algoritmos y su base científica; pero en cualquier caso, es un pronóstico que a mí me recuerda irremediablemente al final dCien años de Soledad: ya saben, el fin de las ‘estirpes’ y las segundas oportunidades sobre la tierra. 

Y sin embargo, me ha sorprendido la poca trascendencia aparente que la mayoría le ha dado a semejante ‘profecía’. Entiendo que estamos entumecidos por el constante rugir de la ‘marabunta’, en una sociedad en la que todo sucede muy deprisa y la cantidad de información que nos llega es tanta, que es difícil de procesar el alcance o la trascendencia de ‘vaticinios’, que se nos antojan lejanos e improbables.

Me imagino a esos padres que acaban de serlo, pensando en que bastante tienen con sobrevivir el día a día, como para pararse a pensar qué va a ser de sus vástagos de aquí a que pasen 35 años. Sin darse cuenta de que más les valdría hacerlo, a ellos y a todos nosotros.  

Cada año nos repiten machaconamente que hemos alcanzado un nuevo mínimo histórico en lo que a número de nacimientos se refiere; igual que nos hemos acostumbrado a escuchar que la edad en la que las mujeres se convierten en madres aumenta cada vez más; o que si no fuera por los emigrantes, España perdería población a un ritmo que es difícil de procesar con los números por delante. 

El aparente estoicismo con el que contemplamos esa anunciada ‘extinción’ de la población, convertida en una suerte de vela que se quema sin remedio por los dos extremos, mientras a diario nos estresamos colectivamente con otros titulares, es digno de análisis.  

Estamos demasiado ocupados riéndonos de los memes de la última trifulca en el Congreso de los Diputados; siguiendo las atrocidades diarias en Gaza o Ucrania, o la amenaza constante del calentamiento global; además de no perdernos nada en Instagram y TikTok, y por supuesto estar al día sobre los pormenores de la última paternidad del simpar Bertín Osborne. 

Todo eso es ya bastante como para echarle cuenta a los ‘devaneos’ demográficos. Aunque no estaría de más hacer hueco para tener presente que los maleficios y las historias se rompen y cambian con voluntad y determinación. 

Así que en este 2024 habría que exigir alto y claro más políticas de conciliación, los incentivos fiscales necesarios, la flexibilidad de horarios, los permisos de paternidad, y sobre todo la educación en valores de igualdad y corresponsabilidad en las escuelas. 

Poner en orden nuestras prioridades y valores, para que las niñas que nazcan este año no crezcan con la espada de Damocles sobre sus cabezas de saber que con ellas se acabarán sus familias y sus apellidos. Como le pasó a Aureliano Buendía en esa última página de su historia, cuando comprendió que Macondo y los suyos desaparecerían «arrasados por el viento y desterrados de la memoria de los hombres».