Opinión | EL RUIDO Y LA FURIA
Otra vez el tiempo
El tiempo, que según Quevedo "ni se para ni tropieza", puede detenerse ante el consuelo mayor de la belleza
Y de pronto pareciera que en el intervalo de una campanada se muere el tiempo y renace, termina y comienza, como si el tiempo, ese oscuro animal que nos devora, tuviese principio, final, intermedios… El tiempo, dice el sueco Stig Dagerman, es un consuelo porque nada humano puede poseer la eternidad, "el terrible desafío de la eternidad". Poseer la eternidad es un deseo avaro.
El tiempo es infinito porque no es de nadie. Todo cuanto se hizo de tiempo se hizo también de vacío, pero hay a veces un instante, un latido, en que sientes que el tiempo madura entre tus manos. En ese resplandor transparente, lo percibes, cabe la eternidad. Sí. El tiempo, que según Quevedo "ni se para ni tropieza", puede detenerse ante el consuelo mayor de la belleza. En el estremecimiento ante la belleza el tiempo queda suspendido, se interrumpe su relación con la vida, como en aquella vieja fábula según la cual un monje, una mañana (quizás fuera junio, las mañanas de junio son capaces de todo), salió del convento y paseando se internó en el bosque. Llegado que hubo a un claro se detuvo a descansar y, de repente, quedó extasiado por el trino de un pájaro. Maravillado, absorto ante la belleza del canto, sintió su alma reconfortada. De inmediato volvió al convento. Cuando llegó halló la puerta cerrada. Llamó y al poco vino a abrir un monje al que no reconoció y que le preguntó qué deseaba. Extrañado, explicó quién era, pero nadie le conocía. Solo el más viejo de entre ellos dio alguna luz sobre el suceso cuando recordó que, siendo novicio, oyó contar la historia de un monje que una mañana (quizás fuera junio) salió del convento a dar un paseo por el bosque y nunca más se supo de él. Habían pasado cien años.
La mayor cualidad del tiempo es la paciencia. Va ovillando el olvido con la seda de tus días y solo te queda la belleza para llevarle la contraria. Y entonces intuyes que en la lengua luminosa del agua, en el dios al que rezan los jazmines, en la quietud de las barcas hundidas, en la serena piel de los veranos, en la luz temblorosa de la tarde, en la desnuda oscuridad del deseo y en la pequeña razón de la llama se posa dormido.
Y aunque nos empeñemos en contarlo, medirlo, terminarlo y empezarlo, aunque busquemos ese consuelo del reinicio, al final acabamos comprendiendo que el reloj, el espejo, la marea, son retratos, estatuas, relieves del tiempo, pero no, no son el tiempo, y por eso se nos va de entre las manos. Lo tengo escrito por soleares: "Esto será el olvido./ El tiempo dará la vuelta/ y no la dará conmigo".
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