Opinión | PARECE UNA TONTERÍA
Historia de un abrigo
Me gustó tanto que no supe si era bonito o no, de mi talla o de otra. Me faltaba perspectiva, como ocurre a menudo en el amor
En pleno agosto me enamoré de un abrigo. Llevaba todo el día caminando por Manhattan cuando vi una tienda punk de segunda mano, en el Greenwich Village. Ya estaba dentro, y con mi hija, en el momento que empecé a reparar en que también era una tienda sado. "¿Por qué hay tantos penes?", preguntó Helena. Dudé. "Es complicado", dije, acordándome de la opción que ofrecía Facebook para definir tu situación sentimental. Conté hasta tres muy rápido, y como no repreguntó enseguida, me escabullí por un estrecho pasillo. Así recalé en un abrigo largo, militar, con un par de insignias en los brazos.
Pesaría cuatro o cinco kilos. No había un espejo a la vista en el que mirarse. Estaba tan atestada la tienda que supuse que permanecían ocultos tras la ropa. Me lo probé casi a ciegas. "Mío", anuncié. Me gustó tanto que no supe si era bonito o no, de mi talla o de otra. Me faltaba perspectiva, como ocurre a menudo en el amor. "¿Qué opinas?", pregunté a Marta, que hinchó los mofletes. Su maldito escepticismo, pensé. "¿Qué pasa? ¿No te gusta?". Soltó el aire despacio. "Sí, pero…". Ahí me decidí: me lo llevaba. Supe que era la típica prenda que al principio te hace dudar, pero poco a poco te va pareciendo maravillosa.
Llegar con ella al apartamento, en Queens, fue la parte horrible. Cada veinte pasos había que cambiar la bolsa de mano. Quería que fuese invierno. Al fin, delante de un espejo, ratifiqué por qué el abrigo y yo nos deseábamos. "Tiene manchas de óxido", comentó Marta. Rebatí su objeción fácilmente: "Me costó veinte dólares, qué menos". En mi estado de enamoramiento, además, yo no veía manchas por ninguna parte. "Pesa como una vaca", dijo mi hija. "Eso es para las balas, cariño. Siempre he querido un abrigo que detenga las balas cuando me disparen".
Les conté la historia de la chupa de cuero de Miles Davis, que en 1969 sobrevivió a un complot para matarlo. Un día se encontraba en Brooklyn con una de sus nuevas novias, Marguerite Eskridge. Acababa de tocar en el Blue Coronet Club, y le propuso llevarla a casa en su Ferrari rojo. Cuando llegaron, detuvieron el coche y comenzaron a besarse.
De pronto, otro automóvil ocupado por tres hombres se detuvo a la altura del Ferrari. Por un momento, Davis y Eskridge creyeron que se trataban de admiradores que habían asistido al concierto y pretendían saludar al artista. La hipótesis se cayó enseguida, cuando sonaron cinco disparos. "Por suerte", contaría el músico, "yo llevaba puesta una chaqueta de cuero de esas anchas. De no ser por ella y por el hecho de que dispararon a través de la puerta de un Ferrari de fabricación sólida, me habrían matado".
Cuando regresamos a España lo llevé a la tintorería y después lo guardé, a la espera del frío. Transcurrieron casi cuatro meses. Esta semana lo estrené y salí a la calle. Cada vez que pasaba ante un escaparate me detenía. Cada vez me parecía más plausible que hubiese pertenecido a un soldado norteamericano muerto en el frente europeo por fuego alemán. Empezaba a tener menos un abrigo que una historia, que es lo que importa de verdad.
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