Opinión | NACIONALISMO
La cuestión "romántica" catalana (y española)
Fue Napoleón y su intento por expandir la hegemonía militar y política de un nuevo orden agitando a su conveniencia los valores ilustrados de la Revolución francesa (y norteamericana) quien provocó el fermento del idealismo nacionalista
Ahora que se ha estrenado el friso cinematográfico de Ridley Scott sobre la gigantesca figura de Napoleón y España está que arde por mor de la amnistía a la catalana, es un buen momento para tratar de comprender de qué va la Historia (en mayúscula, como los ingleses) y el sentimentalismo que genera en torno a la nación. Porque fue Bonaparte, y su intento por expandir la hegemonía militar y política de un nuevo orden agitando a su conveniencia los valores ilustrados de la Revolución francesa (y norteamericana), quien provocó el fermento del idealismo nacionalista, formulado básicamente por los alemanes. Del antecedente Herder (creador del principio espiritual del pueblo) a la mitología operística de Wagner, de la tradición cuentista de los hermanos Grimm (Cenicienta, Caperucita roja, Blancanieves…) al pangermanismo político que fecunda en Austria (y del que se nutre un austriaco llamado Adolf Hitler, entre otros), la reacción nacionalista alemana y su posterior caída es más que notable y conocida.
El fenómeno se extiende desde el siglo XVIII y todo el XIX a buena parte de Europa y sus colonias, y fruto de ello es la emancipación americana o las unificaciones de Alemania e Italia, así como la multiplicación de los conflictos identitarios como el irlandés o los que provocaron la Primera Guerra Mundial y la consecuencia final de esa contienda bélica: la doctrina Wilson (el presidente entonces de los EEUU, partidario de las reclamaciones de los pueblos y nacionalidades antes que de los gobiernos), que sirvió para cuartear tanto el antiguo Imperio austrohúngaro como el turco.
Es a lo largo de ese caldo de cultivo donde y cuando el nacionalismo arraiga, en especial en sectores burgueses enriquecidos con las nuevas industrias que no tenían acceso al poder político. Los casos del País Vasco y Cataluña son de manual. Y en esa tarea de construcción de una identidad propia se sacuden las páginas del pasado histórico para encontrar aquello que más convenga. Los historiadores le llaman constructo, ahora se ha puesto de moda definirlo como relato. En definitiva, la elaboración de un argumentario supuestamente basado en hechos incontrovertibles, más bien legendarios, en busca del numen de la nación perdida. Lo hicieron todos, no solo los catalanes. España también idealizó sus pretéritas hazañas, las bélicas y las espirituales, incluso las raciales. La Cifesa de los Casanova (antes de los Trénor) o Suevia Films (del gallego Cesáreo González) se pusieron las botas recreándolo en películas de época.
Los catalanes, que en muchos episodios a lo largo de su historia habían elegido unir su porvenir al resto del país con el que compartían la península ibérica, desdeñaron estos para mitificar aquellos que les singularizaban de los demás «españoles». La apuesta menestral por los Trastámara castellanos en Caspe fue orillada, los matrimonios de conveniencia de los condes de Barcelona, también. España, cuyo nacimiento real hay que fecharlo en la Constitución liberal de Cádiz (1812), se encomendaría a un discutible pasado común determinado por la unión dinástica por el matrimonio (Valladolid, 1469) de Isabel y Fernando.
Fue Napoleón, también, quien a la manera de Carlomagno anexionó Cataluña a Francia, por decreto imperial en 1812, algunos de cuyos nuevos gobernadores franceses formaron administraciones que usaron la lengua catalana para granjearse a la población. Una circunstancia que aprovecharía el nacionalismo catalán casi un siglo después, olvidando, de nuevo, que la resistencia antifrancesa y prohispánica había sido importante en Cataluña.
Todas estas circunstancias explican el mensaje entregado por el incipiente catalanismo conservador a la regente María Cristina (una Habsburgo en la corte española de los Borbones) con motivo de la Exposición Universal de Barcelona de 1888, entonces la ciudad de los prodigios. Como ha recordado recientemente el historiador Javier Paniagua, un año antes se había fundado la Lliga de Catalunya, instigadora del documento para la reina regente en el que se pedía para España un modelo político bicéfalo, como el de Austria-Hungría, con la corona como lazo confederal. Prat de la Riba, Cambó o el arquitecto modernista Puig i Cadafalch estuvieron en aquel movimiento que se produce apenas 15 años después del fracaso de la I República. Décadas más tarde, un historiador de la economía como Ernest Lluch se acercaría a esas propuestas austrohúngaras, con más melancolía que pragmatismo.
Desde aquella proclama bicéfala, el catalanismo ha seguido vivo hasta nuestros días, con nuevos y frustrantes momentos como los protagonizados por Francesc Maciá (quien organizaría una ridícula invasión desde Francia en 1926), por Lluís Companys (la revolución de octubre de 1934) o el más reciente del independentismo unilateral (Puigdemont y Junqueras en la escalinata del Parlament de la Ciudadela, 2017). El catalanismo sale por la puerta y vuelve a entrar por la ventana. No tiene arreglo, decía Ortega y Gasset, solo se puede conllevar.
Cataluña: hablamos de una región (o nación, tomen la definición que más guste) con cerca de ocho millones de habitantes (un 17% del total español) y que aporta el 19% del producto interior bruto (apenas un punto menos que Madrid, casi diez más que la Comunidad Valenciana). Su renta per cápita es 16 puntos superior a la media de España, mientras que la madrileña mejora hasta los 36 puntos y, en cambio, la valenciana está 14 por debajo de esa media. Cataluña ha sido el motor industrial del país durante mucho tiempo y buena parte de su población es de origen externo. Hay pueblos extremeños y andaluces que tienen más habitantes viviendo en Cataluña que residiendo en su lugar de origen. Es a esa realidad a la que hay que mirar a la cara, siquiera sea para conllevarla al modo orteguiano. En sus cuatro circunscripciones se eligen 48 de los 350 diputados (el 13,7%) para el Congreso español. Ahora bien, mientras no conlleven todos, socialdemócratas, liberales y conservadores, y cada cual utilice el problema en su provecho, la cuestión catalana solo nos producirá malestar y dolor de cabeza al conjunto de españoles, y en especial a los catalanes. Es en ese punto donde el desarrollo económico se resiente.
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